Tengo sueños eróticos fallidos. Me veo cogiendo con desconocidos o conocidos; me penetran, forcejeamos un rato, pero nunca termino. Cambian los rostros, el escenario, las posiciones, pero el final, siempre igual: no llega. Mis sueños me resultan muy trabajosos, me despierto agotada e insatisfecha. Y no sé si les conviene el nombre de sueño erótico o de pesadilla.
Tengo 28 años. Empecé a coger a los 18, con el que fue mi primer novio, y no paramos en 8 años: 5 de novios, 3 de casados. Nos separamos hace un año y medio. La crisis que nos separó empezó al día siguiente de conocernos, pero igual vivimos ocho años de amor temperamental y crisis continua. Cogíamos abajo de la mesa, arriba de los yuyos, en la puerta del fondo, en la escalera, en el cine, en el zaguán. Nos tirábamos platos y cogíamos, nos odiábamos y cogíamos, nos jurábamos amor eterno y cogíamos. Sentía, al mismo tiempo, que éramos eternos y que eso no podía durar, incluso en el momento de firmar en el Registo Civil. El último año de casados fue de terror, ahí empecé a no terminar. Ahora tengo 28 años y no sé coger.
Pensé que era la ginebra. Me compré una botella y le hice caso a la etiqueta: cada día una copita, antes de irme a dormir. Soñé con todo: tramas complicadísimas, intrigas palaciegas, persecuciones, comedias de enredos en donde todos tienen su parte: los que no veo desde hace 15 años, los que me acabo de cruzar por la calle, los que estoy por conocer. Dejé la ginebra, pero los sueños continúan.
Una variante: no cojo, me pajeo. Contra un árbol, andando en patines, abierta al sol en la playa. Tampoco termino.
Apenas abro los ojos a la mañana empiezo a supurar un odio sutil que se expande desde mi centro más íntimo hacia todo lo que me rodea. Terminar, la palabra me obsesiona, quiero terminar, acabar. Tener un orgasmo o por lo menos terminar con mis sueños.
Salgo a la calle, un velo nublado cubre mis ojos. Me pregunto si los hombres que veo en el colectivo van a volver en mis sueños, o son los que ya aparecieron.
En el trabajo ya ni saludo. Amontono papeles, lleno formularios, resuelvo problemas, me vuelvo cada vez más eficiente. Creen que me concentro en mi trabajo para olvidar mi divorcio. Mis sueños quiero olvidar, y mi obsesión.
Me encuentro con una amiga en un café. Le digo que tengo pesadillas. Dice estrés, duelo, ansiedad; que necesito tiempo, me dice: ya va a pasar. No sabe que ya viene pasando, desde hace meses.
Otra amiga, por teléfono: Probá coger, me recomienda.
Mi vieja, después de cenar: ¿nena, no querés un tilo?
Mi amigo ñuéich me quiere prestar el libro de Luisa Hay.
Me invitan a una fiesta. Va a estar lleno de hombres solteros, me dice una amiga como queriendo tentarme. Hay un montón de gente desconocida decidida a bailar entre penumbras. Prefiero el vino blanco pero cuando se acaba sigo con lo que venga, sin mirar a quién. En mi año y pico de divorciada algo cogí. Polvos ocasionales, aislados, mediocres: uno con mi ex (el polvo de la nostalgia), algunos con un tipo que me gustó en serio pero se borró al tercer polvo, otros que mejor no recordar. Estaría bueno que alguien me dé bola en esta fiesta; estaría mejor todavía que alguien me gustara. Me parecen todos imbéciles.
Me vuelvo sola, con un mareo que no me deja ver, pero por lo menos esta noche no sueño. Otro signo de vejez: aunque me acueste después del amanecer no puedo dormir más que hasta las doce del mediodía. Extraño mi adolescencia, dormir hasta las cuatro de la tarde.
Domingo muerto. A la tarde leo en la plaza, al sol; a la noche no me da ni para ir a la cena familiar. Doy vueltas, en casa, no me quiero ir a dormir. ¿Volveré a soñar?
Suena el teléfono a la una de la mañana. Levanto el tubo, digo hola. Silencio. Al segundo hola, escucho jadeos. Corto. Nunca me había pasado. ¿Por qué ahora?
Llama de nuevo a la una y media. ¿Vos marcaste este número de pedo, o me querés joder a mí por algo? Silencio. Si te conozco, me gustaría que me digas tu nombre; si no, ojalá alguien te la corte. Llama dos veces más. No atiendo.
Quizá no sea un desconocido que enganchó justo mi número. Quizá es alguien que sabe a quién está llamando. Puede ser cualquier tarado que hace años que no veo y tiene mi teléfono, o alguien que sabe que acá vive una mina sola. Algún vecino. O alguien que me odia. Pienso en mi ex, pero no puedo creer que sea tan pelotudo, ni que me tenga tanta bronca.
Esta noche las pesadillas tienen que ver con teléfonos que hablan solos, con un hombre que intenta entrar a mi casa, con sangre y muertes. Duermo para el culo toda la noche.
Lunes inmisericorde. Jorge, un compañero de la oficina, pasa tres veces frente a mi escritorio y me relojea. Me sumerjo en los papeles, no quiero levantar la vista. Tengo un nudo en la garganta cada vez más cerrado, si me muevo aunque sea un milímetro voy a estallar en lágrimas. Voy al baño.
A la salida Jorge se las arregla para tropezar conmigo. Laura, te veo muy pálida me dice. Te invito un café, ¿querés?
Tomo un cortado y fumo tres cigarrillos al hilo. Jorge me habla, amablemente, de pavadas, y cada tanto mecha alguna preguntita que yo contesto con monosílabos. El nudo aflojó lo suficiente como para dejarme murmurar, pero sigue firme y tengo los ojos velados.
Los de Jorge son transparentes. Cuando me acompaña a la parada puedo leer lo que piensa: Necesita tiempo.
Me voy unos días al campo con mi madrina. No hay nada que hacer: mirar el horizonte, tomar mate con tortas fritas, tratar de no tropezarme con las gallinas. Duermo como un tronco y cuando vuelvo a la ciudad me siento mejor. Por unas noches no sueño nada. Al menos a la mañana siguiente no tengo ningún recuerdo.
El miércoles voy al cine. Cuando entro todavía hay sol. Cuando salgo es de noche. Camino por Corrientes, despacio, me compro un helado. Al lado mío hay un tipo. Estamos casi hombro con hombro pero no nos miramos, nuestros ojos están sobre la lista de gustos. El heladero se acerca y nos pregunta con la mirada a quién tiene que atender primero. El flaco me señala con un gesto, para que pida yo, y al mirarnos nos reconocemos. El clásico semiconocido reincidente. Lo conocí al entrar a
Nos quedamos charlando en la heladería y cuando terminamos nuestros helados caminamos juntos un rato. Hablamos como si continuáramos una conversación que no tuvimos más remedio que interrumpir tiempo atrás y que por fin ahora podemos retomar. En algún momento de la charla comento que me separé. Nunca supe si él estaba en pareja o no; todas las otras veces que lo vi supuse que estaba de novio. Esta vez me da la sensación de que está solo. Me acompaña a la parada y cuando nos despedimos intercambiamos nuestros teléfonos.
Llego a casa con la mente en blanco y un torbellino negro gestándose en el fondo. No hay nada para comer, de todas formas mi estómago es solamente el recuerdo de algo que hace mucho no funciona y mi garganta está bloqueada por una piedra.
Me quedo sentada en una silla mirando el vacío. Me levanto, busco los cigarrillos, queda uno solo. Fumo. Doy vueltas por la habitación. Cuando estalla el primer sollozo me sorprende a mí misma. Las lágrimas son lo de menos. Más que llorar, estoy aullando. Cada sollozo es una explosión de cristales que me sacude de la cabeza a los pies. Me veo caminar en redondo, rebotar de una pared a la opuesta, gritar ¿Por qué? ¿Por qué? y no sé qué estoy preguntando ni a quién. Cuanto más grito más quiero gritar, cuanto más camino más quiero caminar, no soporto detenerme. No voy a poder parar de llorar hasta que alguien me abrace y me acaricie el pelo, pero estoy sola, y no puedo contenerme. Con cada sacudida siento que me voy a romper, y quisiera romperme de una vez, y descansar.
Entro al baño, me lavo los ojos, me saco los mocos. La cara que está en el espejo es una ridiculez. Roja, deforme, hinchada, la boca fruncida como los pucheros de un nene. Me veo tan tonta que ni siquiera me puedo tener lástima. Mirá lo que parecés, me digo, ¿No te da vergüenza?
Dejo de lloriquear y me miro fijamente a los ojos. Muy, muy despacio, digo A mí no me van a cagar. Ya van a ver. A mí no me atrapan de nuevo. Me lavo otra vez los ojos, y los dientes. Cuando me voy a dormir no es sobre la almohada sino sobre este pensamiento que apoyo la cabeza.
Los próximos días son neutros, del tono de la ropa tan desteñida que es imposible recordar su color original. Sin enterarme muy bien cómo, pasan dos semanas. Me doy cuenta de que estoy mejor: hablo un poco más con la gente, y hasta me río de los chistes. Jorge Oficina aprovecha mi buen humor y me invita al cine. Le digo que estoy cansada, que lo dejemos para otro día. Me dice que por lo menos tomemos otro café. Acepto.
Parece un buen tipo este Jorge. Tiene una gran cualidad: puedo quedarme callada y él se ocupa de que no haya baches en la conversación. A su manera, con sus maneras, consigue que hable de mí. Le cuento cosas de cuando era chica, historias de mi familia. Se muere de ganas de saber cosas de mi ex, me doy cuenta, pero por suerte se aguanta y no me pregunta.
Cuando llego a casa (estoy dejando la cartera en una silla y todavía tengo puesto el saco) suena el teléfono. Es Jorge Facultad. Charlamos un rato y me invita a tomar algo. Quedamos para el domingo a la tarde.
Nos encontramos a las 6 en un bar de Corrientes. Cuando lo veo me parece más lindo que lo que me acordaba. Resulta fácil hablar con él: las palabras fluyen y nos llevan de un tema a otro.
Dos horas más tarde salimos del bar y empezamos a caminar por Corrientes, pero en vez de ir para el Centro vamos hacia el Once. Anochece y nosotros hablamos de cine, de las películas que más nos gustaron, de las que queremos ver, de las que uno nunca pudo ver pero el otro sí, y le pareció fantástica. Cuando cruzamos Pueyrredón me pregunta si tengo hambre. Dice que estamos cerca de su casa, que si quiero podemos comprar una pizza para llevar y unas cervezas. Me parece una gran idea.
Su departamento es chiquito pero está bien arreglado. Tiene una mesa redonda, algunas plantas, un equipo de música, un colchón de dos plazas en el suelo y todos los marcos pintados de azul. Por la ventana se ve el Abasto. Me cuenta que era de su hermana, que se fue a vivir afuera.
Comemos escuchando unos discos de los que me había estado hablando. Cuando terminan (todo acabó: la pizza, las cervezas, y la música) nos quedamos callados. Estira un brazo, acaricia mis dedos, mis manos, sube hasta los hombros. Nos incorporamos, acariciándonos, y nos besamos.
Hace tanto que no estoy así con alguien que no me reconozco. Todo es muy dulce, y lo que me resulta más extraño es que sea tan fácil. Nos desnudamos el uno al otro, nos acariciamos, lamemos y besamos, y cuando me penetra todavía estamos de pie. Me lleva hasta el colchón, saca un forro de la mesita de luz, se lo pone, y ahí sí, acostados, extendidos, entrelazados, terminamos. Nos acariciamos un rato más, y me quedo frita con su brazo alrededor de mi cintura.
A la mañana siguiente me voy de su casa al laburo. Me siento flotar en una nube, y me sorprende que una expresión que siempre me pareció tan idiota, contraria a las leyes más elementales, pueda ser real alguna vez. No logro concentrarme en nada y tengo los ojos perdidos. Cuando vuelvo a casa la nube me acompaña. Me siento a un metro del piso todo el tiempo.
El martes la nube empieza a lloverse. Me sigue pareciendo hermoso lo que viví el domingo, pero estoy angustiada. El miércoles me doy cuenta de que es pánico lo que siento. Voy a cenar a lo de mi vieja. Mis hermanos no están. Yo soy la mayor, mi vieja es joven, tengo dos hermanos adolescentes que por primera vez en sus vidas coincidieron en algo y eligieron el mismo día para ir al cine. Mi viejo murió hace tres años. Me parece raro estar con mi madre, las dos solas.
Hablamos del trabajo: del suyo, del mío, y de nuestras casas. Le pregunto cómo cuidar una azalea que me compré. La veo cocinar y pienso cuántos años hace que repite los mismos gestos, y cómo puede ser que los siga haciendo igual, noche tras noche, aunque pasaron tantas cosas: ahora que papá no está, por ejemplo. Pienso en mi viejo, en los días que siguieron a su muerte. Fue justo antes de que la historia con mi ex se fuera a la mierda.
¿Cómo hace mi vieja para seguir viva, cuando le falta la persona con la que compartió 30 años de su vida? ¿Cómo hago yo para estar de nuevo con alguien, si estoy convencida de que a la corta o a la larga todas las historias se pudren? Durante ocho años sentí que mi historia de amor era única, y eterna. Y se pudrió. Todas las demás historias que conozco se pudrieron. A todas mis amigas las vi cambiar varios novios. Algunas están en pareja ahora, pero ¿cuánto durarán? Casi todas las amigas de mi vieja están separadas. Y mis tíos, y las vecinas, y la gente del laburo: separados es lo mejor que les puede ocurrir, si no forman unos matrimonios odiosos, asfixiantes, insoportables. ¿Cómo hace la gente? Porque lo más extraño es que todo el mundo está en pareja, o busca estarlo. ¿Para qué empezar algo, si al final todo se va a pudrir? Pánico es lo que siento.
Mi vieja vuelve a la carga con el tilo. ¿Manzanilla? ¿Menta? Me muestra sus nuevos tejidos al crochet. Desde que murió mi viejo le agarró un repentino ímpetu tejedor. Al revés de Penélope, teje cuando no puede esperar nada. Todos los muebles de la casa se van llenando de carpetitas, y encima de ellas hay macetas. Su otro ímpetu arrasador es la jardinería. Si tuviera más tiempo, me dice, podría tejerte una cortina para la ventana de tu baño. ¿Te gustaría?
Lavo los platos mientras mi vieja me hace un café. Es temprano; como no están mis hermanos, hicimos todo más rápido. Miro sus dedos aparecer y desaparecer entre la aguja y el hilo, y se me ocurre preguntarle si tiene a mano las fotos de mi viejo. Me dice que sí, están en la misma caja que yo recuerdo haber visto hace tres años, y la caja está en el armario del living. Miro las fotos de todos nosotros: la de su casamiento me la acuerdo muy bien, durante años estuvo en un portarretrato en la biblioteca. Mi viejo tan joven como nunca lo conocí. Mi viejo conmigo en brazos, o hamacándome en la plaza. Mi viejo años atrás, cuando se jubiló. Le pregunto si lo extraña. Claro, nena, me contesta. Mucho. Pero a veces sueño con él, ¿sabés? Y me alegro de poder estar un rato con él, aunque yo esté dormida. ¿Y vos? me pregunta. ¿Lo extrañás?
No sé. Creo que sí. Creo que lo extraño más de lo que me doy cuenta. No soñé más con él.
Mi vieja se rasca la cabeza con la aguja de crochet y me mira, pensativa. Asiente, ladea la cabeza, suspira. Me gustaría ayudarte, hija. Me parece que tomás mucho café. ¿No querés llevarte unos saquitos de tilo a la oficina?
Sonrío.
Gracias, ma. Voy a tratar de tomar menos café, y quién sabe, quizá hasta dejo de fumar, algún día. Ya vas a ver.
Apenas llego a casa me meto en la cama, apago la luz y me duermo enseguida. Y sueño.
Sueño que hay mucha gente en mi casa. No la de ahora: la casa donde vivía antes de casarme. La casa donde todavía viven mi madre y mis hermanos. Hay mucha gente y aunque yo puedo ver a todos nadie me ve a mí. Están mis tíos, mis primos, mis hermanos, mi madre, todos muy tristes. Pienso que quizá esté también mi padre y empiezo a buscarlo. Paso por montones de habitaciones llenas de gente llorando y en la última me parece verlo. Está junto a un cajón y ahora entiendo por qué todos están tristes, por qué nadie me ve: porque soy yo la que está en el cajón, es a mí a quien están velando, y mi padre llora al lado de mi cadáver. Pienso que por fin lo veo de nuevo después de tanto tiempo y sin embargo seguimos estando uno de cada lado, y empiezo a llorar. Es un llanto sin ruido, ni ahogo, ni angustia, es un llanto que consiste solamente en lágrimas, que caen, una tras otra, sin pausa, de mis ojos, ruedan, sin pausa, por mis mejillas, y siguen hasta el piso. Son infinitas, y me producen un alivio enorme, como si no fueran lágrimas, como si fueran un riego que saliera de mí misma y al mismo tiempo que se aleja estuviera alimentándome.
Me despierto en medio de la noche. Necesito soplarme los mocos. Tanteo en la oscuridad. Mi cara, la sábana y la almohada están empapadas, y las lágrimas continúan cayendo.
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