Presentación



Este blog contiene 5 cuentos que forman un conjunto. Los cinco tienen semejanzas formales y fueron concebidos como una unidad. Los escribí entre enero de 1995 y febrero de 1996, y en ese entonces tenían por subtítulo "Historias al fin del milenio", pero cuando cambió el milenio me pareció muy pretencioso y lo quité. En octubre - noviembre de 2002 convertí el manuscrito en librobjeto, usando como base postales de distribución gratuita, y en enero de 2008 lo convertí en blog. Librobjetos y librogs son dos intentos de sortear la industria editorial con la esperanza de que mis textos encuentren lectores.


Lugares

Tengo los huevos llenos. Y eso es raro, porque a mí, por lo general, nunca se me llenan.

Francisco me despierta con un mate. Abrió los ojos antes que yo, subió a la terraza, bajó los tachos donde juntó la lluvia de anoche y regó con agua de lluvia todas las plantas de adentro. No lo vi, pero que antes de poner la pava para el mate regó todas las plantas.

Me estiro en la cama. Tengo los músculos acalambrados. Francisco trajina por la casa, lleva la pava y el mate a la sala, hojea el diario, silba. Me trae el segundo mate. Todavía tengo los ojos entrecerrados y se ríe de mis lagañas. Vuelve a la sala, ya no lo veo pero sé que está buscando una birome para hacer la claringrilla.

Es domingo, estamos en Buenos Aires y llovió toda la noche. En Merlo nunca llueve. Puede llover los 800 kilómetros de viaje pero cuando dejamos atrás la sierra los nubarrones se inmovilizan y dejan de tirarnos gotas. En Merlo no hay lluvia, ni agua corriente, ni luz eléctrica, y todavía no terminamos el techo.

Es domingo y estoy en Buenos Aires. Mañana le doy clase a los de segundo. Tengo que entregarles las pruebas y me falta corregir la mitad. Francisco debe de haber ido a la panadería, hace rato que no lo escucho, aunque tampoco escuché la puerta ni las llaves. Me levanto, me visto, enciendo la estufa. En la mesa de la sala están la pava, el mate y el Clarín abierto en la página del crucigrama. Corro todo a un costado para dejar espacio. Francisco resolvió que tiene pecíolos y salvaje de las Antillas que era tenido por antropófago pero se trabó en costumbre inveterada. Lo veo entrar con una bolsa de bizcochitos en la mano y silbando me da los buenos días.

—La respuesta es rutina —le digo, y caliento de nuevo el agua del mate.

El techo, en realidad, está casi listo. Falta sólo una semana de trabajo. Pero necesitamos que haga menos frío y convencer a Juan para que nos lleve en su camioneta, así nos ayuda también con la instalación eléctrica. Después sólo falta el pozo. Podríamos terminar este verano y mudarnos antes de marzo, así empiezo el año lectivo en la escuela de Merlo. ¿Podríamos? Cuando terminamos el mate y los bizcochos son cerca de las tres. Llama mi viejo. Que a ver si hablo con mi hermano. Que se está matando, que no puede seguir así. Que a él no lo escucha, que a ver si hago algo. Sí, pa. Clac. Mami ¿por qué te moriste tan inoportunamente?

Pasa el domingo mientras corrijo pruebas y Francisco escucha música y hace planes sobre el almácigo. Hace seis años que escucho planes sobre el almácigo. En estos seis años Francisco leyó meticulosamente libros de jardinería, se recibió de geógrafo, dibujó varias veces el plano del terreno, pensó qué plantar primero y dónde, siguió trabajando en la Biblioteca del Instituto, se reunió sábado por medio a tocar música con sus amigos. Y yo, ¿qué hice? Me recibí de profesora y después de licenciada. Entré a dar clase en el colegio. Descubrí que me gusta mucho más de lo que había soñado: pasados los terrores iniciales, disfruto enormemente las caras de catorce años preguntándome indignados por qué esos dos se van dejando atrás la casa tomada. No empecé nunca el curso de cerámica. ¿Para qué, si cada marzo estábamos a punto de mudarnos? Me compré libros en las mesas de ofertas. Fuimos al cine los días baratos. Nos fuimos a Merlo todos los veranos. Cada centavo ahorrado fue a parar a la casa, que creció a paso de tortuga reumática.

A la noche Francisco cocina unas pizzas, miramos una película en la tele, lavo los platos y nos metemos en la cama. La luz está apagada. Francisco estira un brazo y me acaricia los hombros, el cuello y los pechos. Yo no me muevo. ¿Por qué se pone cariñoso justo cuando estoy enculada?

—Paula. ¿No me vas a decir qué te pasa?

¿Por qué me pregunta qué me pasa justo cuando no tengo forma de explicarlo con palabras? Lo único que me sale es gruñir y lloriquear, y es a lo que me dedico inmediatamente.

—No sé, Franchu, no me entiendo. Ya sé todo lo que pasa con la casa, pero estoy podrida de vivir a mitad de camino entre Merlo y Buenos Aires. Quisiera que ya estemos mudados o que Merlo no exista.

—Pero, Pau, te das cuenta que ahora no podemos hacer nada, no?

—Sí que lo sé. Pero a veces me siento tan cansada.

Francisco me abraza y me acaricia, y ahora yo también lo abrazo y me refugio en su hombro.

—Yo también estoy cansado, amor. Está llevando más tiempo del que pensamos. Pero ya vas a ver, este verano terminamos todo, estoy seguro. Yo creo que en febrero nos podemos mudar.

Como siempre que Francisco me consuela me tranquilizo mágicamente. No me importa saber que no es del todo así, que ya otras veces lo dijo y no pasó: si él lo dice, se lo creo, sobre todo porque quiero creer. Nos besamos y acariciamos y nos hacemos el amor despacio y dulcemente.

Empieza la semana. Las horas se suceden infinitamente. Me siento un gotero que deja deslizar plic una gota, ploc otra gota, splash ya hay un charco, plaf me hundí, tengo treinta. TENGO TREINTA. Mis alumnos tienen trece, catorce, y me dicen señora. Si les digo que de chica la televisión era en blanco y negro me miran con ojos espantados, como si estuvieran delante de un brontosaurio.

Llamo a mi hermano y paso por su casa. Me recibe llorando y lo único que puede hacer durante las primeras dos horas es putear a papá. Después se calma un poco y parece que algo me escucha, aunque dudo. Tiene la heladera vacía y los ceniceros llenos. La expresión manojo de nervios, que alguna vez me pareció elocuente, delante de mi hermano me resulta insoportablemente tibia.

Lo mejor de la semana es que el miércoles (día barato) vamos al cine y el viernes, que termino más temprano, me encuentro con Claudia. Pasa a buscarme a la salida del colegio y vamos a un café. Charlamos un par de horas y me siento mejor. Me cuenta tantas historias que me siento otra vez en el cine. Me pregunta por San Luis y le cuento que falta muy poco, que en el verano nos mudamos.

—¿Entonces se van nomás? En todos estos años nunca quise pensar que vos también te ibas a ir. ¿Estás decidida? ¿Pensás que te vas a adaptar?

No sé si me voy a adaptar. Es lo que siempre me pregunto. No me importa que no haya cines, ni bares, ni librerías, pero ¿cómo voy a sobrevivir sin estas charlas con mis amigas? Creo que me muero.

No sé si me voy a adaptar. Pero quiero probar ahora, que tengo treinta y si me va mal todavía soy joven, y no a los cuarenta. Por eso me desespero.

Claudia asiente. Alaba nuevamente nuestra originalidad: todos sus amigos se fueron al extranjero, nosotros somos los únicos que nos queremos ir al interior. Dice que no me preocupe, que nos vamos a escribir, y que tiene lista la bolsa de dormir para ir a visitarnos.

Llega septiembre y trae un calorcito. Juan y Francisco van a Merlo. Todo se complica: la ida, la vuelta, estar allá, transar con el albañil, pero finalmente terminan el techo, hacen la luz y se vuelven. Mi viejo afuera por un trabajo, mi hermano se tranquiliza momentáneamente. Mis alumnos preocupados por el fin del trimestre, cuando ven que no les fue tan mal dicen que me van a extrañar. Hay un ciclo de Pasolini en el San Martín, me pierdo todas menos dos. Francisco duda: ¿parras? Pero si las agarra la helada, sonamos. Dice que Don Pedro le contó que para hacer un pacto con el diablo hay que buscarlo a medianoche, cuando florecen las higueras. El problema es que las higueras no tienen flor.

En las vacaciones de verano Francisco vuelve a Merlo. Yo me quedo. Estoy agotada. Hace seis veranos que vamos a Merlo, éste sería el séptimo. La casa está casi lista, falta el agua corriente y a eso fue Franchu: a hacer el pozo. Le pidió plata a la vieja porque sale un huevo.

Aprovecho las vacaciones para leer, tomar sol, hablar con mis amigas, limpiar la casa. Llama Franchu, dice que todo va bien. Llama una semana después: algo se complicó —tenía que ser—, la napa de agua no era tan superficial como se pensaba, el pozo tiene que ser más profundo. Después todo está bien de nuevo, hay agua en la casa. Llevó más tiempo, por supuesto, y costó más de lo planeado, pero ¿quién puede sorprenderse?

Y entonces, el cataclismo. Llama Francisco. No alcanza. El agua no alcanza para regar. No podemos hacer nada. No doy más. Vendamos me dice.

¿Cómo?

Vendamos.

Si lo hubiera dicho yo no lo habría creído. Pero lo dijo él. El, que en todos estos años jamás se desanimó, que a cada pregunta sobre cuándo nos mudábamos sólo respondía falta menos.

Vuelve a Buenos Aires un poco mejor. El pozo está terminado y funciona bien. Pero algo pasó. La casa está lista pero no festejamos. Tenemos agua, luz, techo, es verano: lo único que falta es tomar la decisión, contratar un flete, llenarlo con nuestras cosas e irnos para allá. Pero no lo hacemos. No hablamos. Ni siquiera nos miramos.

Después de una tarde bochornosa salimos un sábado a la noche. Los nubarrones que amagaban pasar de largo se asientan y descargan su violencia. Llueve a baldazos. La temperatura baja diez grados en media hora. Me empapo hasta los huesos y empiezo a estornudar. Al otro día tengo fiebre y no baja en una semana. Francisco me trae té, aspirinas, vino caliente con leche y no dice nada. Cuando vuelvo de la muerte me siento en la cama y lo llamo. Francisco le digo. ¿Qué vamos a hacer?

Durante los cinco días siguientes Francisco y yo no salimos de casa, salvo alguna expedición en busca de comida. Hablamos, aunque a veces no lo parece: todas las palabras pronunciadas suenan repetidas. Nos miramos quizá por primera vez en mucho tiempo. Hacemos el amor, a veces muy mal, a veces mejor que nunca. Los ojos de Francisco a punto de estallar. La boca de Francisco se abre, deja caer No sé si quiero vivir en Merlo. No me veo plantando rabanitos hasta ser viejo.

Está bien le digo. Dejemos Merlo. Pero vayámonos a otro lado. Ya. Tomemos un tren a Mendoza, a Bariloche, a cualquier lado. No puedo seguir acá.

No sé qué quiero. No sé si me quiero ir de acá.

Llama Claudia y nos encontramos en un café. Le cuento toda la historia y no lo puede creer. Dice que es muy entendible que después de tanto esfuerzo cuando estamos a punto de concretar el proyecto nos dé cagazo. Me pregunta ¿tienen en claro, por lo menos, que no quieren vivir en Buenos Aires?

No lo sé. Si me fuera ahora a algún lado preferiría irme al medio del campo, le digo, y no a un pueblo como Merlo, que ya vi la clase de infierno que puede ser.

Claudia me aconseja irnos de viaje, aunque sea una semana. Hace seis años que no tienen vacaciones me dice, váyanse a otro lado, no a Merlo: vayan a Colonia, disfruten el sol, la playa, y no traten de resolver nada. Ya se van a dar cuenta de qué quieren hacer.

Amanece y subimos al ferri.

Hombres

Tengo un error en el programa, pero no logro descubrir dónde está. Hace horas que estoy entre las máquinas, me lloran los ojos, son más de las doce, me dan ganas de mandar todo a la mierda e irme a dormir, pero no puedo. Me digo que ya falta poco, un esfuercito y un café.

Suena un teléfono, es el directo. Con voz cadavérica digo hola y la voz irritada de Pablo estalla en mi oído.

—¿Gabi? ¿Qué hacés ahí todavía? ¿Estás loca?

—Pablo, ¿dónde estás?

—En tu casa, hace dos horas que te espero. ¿Por qué no me avisaste que estabas trabajando?

—¿Y yo cómo podía saber que estabas en mi casa si todos los jueves dormís en lo de tu vieja? ¿Qué te creés, que estoy en una fiesta, acá?

—¿Hasta qué hora te vas a quedar? No comí, tengo hambre.

—Mirá, tengo un problema, se cuelgan las máquinas y no sé por qué, y mañana a las nueve esto tiene que estar funcionando, así que yo me quedo a solucionarlo hasta la hora que sea. Y espero que esa hora sea a más tardar las nueve menos cinco.

—Vos estás loca, romperte el culo así por lo que te pagan.

—No me gusta que te metas en mi trabajo, por algo yo no me meto en el tuyo. Y ahora dejáme laburar, por favor.

—Está bien, lo único que te digo es que me voy ahora mismo, no voy a estar esperándote.

—Hacé lo que quieras.

Qué tipo. ¿Para qué me llamó? ¿Qué suponía, que iba a dejar todo para correr a sus brazos, a prepararle la comida? A mí jamás se me ocurriría pedirle que salga ni cinco minutos antes de su trabajo por más que lo necesite, pero a él le parece muy lógico interrumpirme a la hora que sea. Como se supone que mi trabajo es una mierda y el de él es buenísimo, soy una idiota por quedarme después de hora. Mi trabajo será una mierda pero pago el alquiler y me mantengo, y él, con su brillante carrera, sigue viviendo con su vieja, y aunque paga las cuotas de su auto no trae a casa ni un paquete de arroz. Suerte que la heladera está vacía, que se cague de hambre o vaya a comer con su mamá.

La pelea con Pablo tiene un efecto benéfico —o quizá es el café—: me despeja la mente, y en una hora resuelvo todo el quilombo. Llego a casa cerca de las dos de la mañana; Pablo, por supuesto, no está.

Al otro día me llama a la tarde y me invita al cine. La ¿ventaja? de estar juntos desde hace siete años es que no necesito más que su voz para saber cómo viene la mano. Está de buen humor y re dulce. Salimos a la noche y no menciona nada del día anterior. Yo tampoco.

Una semana más tarde me piden que agregue algo al programa, necesito quedarme después de hora para hacer pruebas. Se están yendo todos, casi no queda nadie, y en eso se asoma Horacio.

—¿Te vas a quedar un rato más, no?

—Sí, quiero hacer algunas pruebas y tiene que ser cuando no usan las máquinas. ¿Por?

—Tomá —extiende una mano y en la palma hay dos chocolatines—. En la cafetera hay café recién hecho.

—Muchas gracias, Horacio. Qué lindo gesto.

Sonríe, y su sonrisa me asombra porque no es tímida. Es totalmente franca, como si lo pusiera contento que a mí me gusten los chocolates y no necesitara más nada. Dice

—No es nada —y se va.

Estoy en casa, a la noche, Pablo no está, porque es jueves, pero están sus rastros: la camisa sucia, las tazas del desayuno sin lavar, la cama desecha. Me baño, tomo una sopa y llamo a Laura. Por supuesto hablamos de hombres.

—No entiendo a Pablo. ¿Por qué no se va a vivir con vos?

—Este departamento es muy chico, no puede traer sus cosas acá, según dice. Como el viejo le prometió un departamento está esperando a ver si puede comprarse algo.

—Le parece muy chico pero está ahí todo el tiempo. ¿Por qué no te ayuda con el alquiler, en vez de comprarse un auto?

—Pero yo no quiero que pague el alquiler.

—¿Por qué?

—No sé... no quiero depender de él.

—Y para no depender lo mantenés vos.

—Qué decís, Lau, yo no lo mantengo. El tiene su casa, su trabajo, tiene más guita que yo, ¿no ves que gasta más? La prueba es el auto, ¿o no?

—Perdonáme que te diga, pero a veces parecés caída del catre. Mucho cálculo numérico pero no sumás dos más dos. ¿Qué tiene que gane más que vos si de esa guita no ves ni un centavo? En cambio él vive seis días a la semana en un departamento que alquilás con tu sueldo y come la comida que comprás con tu sueldo. Ese famoso trabajo que vos admirás tanto, ¿creés que lo habría conseguido si no fuera el hijo de quien es? ¿No ves que está re cómodo como está? Vos le hacés la cama y su vieja le plancha las camisas; no va a mover más el culo, así está bárbaro.

—No es cierto, si no tuviera este trabajo tendría otro igualmente bueno; Pablo es brillante, era el mejor de la promoción...

—¿Sabés la cantidad de veces que me dijiste eso? Vos te quedaste en el 45, vieja, todavía te dura el orgullo de haberte levantado al presidente del centro de estudiantes, pero ahora no están más en la Facu, y la vida es otra cosa. Y jamás pensás que él debería estar igualmente orgulloso de haberse levantado a la mejor mina de la Facultad, tenías a todos los tipos atrás tuyo.

—Lo que tiene de bueno hablar con vos antes de irme a dormir, Lau, es que me das tal caño que no me queda otra que caer frita en la cama.

Pero no es cierto. Doy vueltas en la oscuridad y no puedo dormir. Las palabras de Laura dan tantas vueltas en mi cabeza como yo en la cama. Mentalmente sigo conversando con ella, y cuanto más trato de convencerla de que está equivocada, más frágiles me parecen mis argumentos. ¿Por qué no alquilamos algo juntos, si cuando yo buscaba departamento el año pasado los dos teníamos trabajo? ¿Qué habría hecho Pablo si su viejo no le conseguía ese laburo? Una pregunta lleva a otra, y después otra, y no logro responderme ninguna. Lo peor es que sé, en algún lugar bien adentro mío, que Laura piensa todo esto desde hace mucho. Si ahora me lo pudo decir, si yo se lo pude escuchar, es porque la pantalla donde vengo proyectándome la misma película desde hace siete años empezó a resquebrajarse.

Un mes más tarde la empresa de Pablo lo manda afuera una semana. El día que está por volver quiero irme temprano del laburo, pasar por el supermercado, comprar algo rico para la cena, porque Pablo me dijo que va a ir del aeropuerto directo a casa. Por suerte es un día tranqui, es viernes y ya todo el mundo tiene ánimo de fin de semana. Cuando voy a servirme un café me encuentro con Horacio y nos ponemos a charlar. Es unos años menor que yo, pero es tan tranquilo que parece más grande. Es del interior, se vino a la capital de pendejo, con su hermana, cuando él tenía 17 y ella 19, viven juntos y le mandan guita a sus padres y hermanos que quedaron en la provincia. Tiene los ojos más serenos que vi en mi vida.

Me avisan que hay una llamada de larga distancia para mí. Es Pablo, se le complicó la vuelta, tiene que quedarse una semana más. Me quedo triste y Horacio se da cuenta.

—¿Pasa algo malo? —me pregunta.

—No, nada... nada grave.

—Si no es grave no estés triste, no te lo merecés. Y si puedo hacer algo, contá con mi ayuda.

Esta vez soy yo la que sonríe.

La llamo a Silvina y nos vamos juntas al cine. Le cuento el estado de la situación con Pablo, y lo que me dijo Horacio.

—¡Qué buena onda! —me dice encantada—. Y este Horacio, ¿quién es?

—Labura ahí, en el banco, pero no en el centro de cómputos. Es más chico que yo, pero parece más grande. Y hoy pensé en Pablo, que me lleva un par de años pero no sé, a veces lo miro y parece un pendejo.

—Bueno, pero no es ningún misterio, Pablo siempre tuvo todo servido, nunca tuvo que pelear por nada. A mí siempre me da esa impresión, Pablo, cuando hablo con él, que nos llevamos bien pero no hay forma de que entienda cómo vivo. Es una pena, porque creo que es un gran tipo, pero no tiene mucha idea de lo que es laburar, en serio, para comer. Y si vos me decís que este pibe se vino del interior de pendejo, más bien que creció mucho más que cualquiera de nosotros.

Días después cuando salgo del trabajo me encuentro a Horacio en la parada del colectivo. Me dice que pensaba ir al centro porque quiere comprarle un regalo a su hermana. Va para el lado de casa. Viajamos juntos, charlando, y me pregunta si podría ayudarlo a elegir el regalo. Le digo que sí, miramos algunas vidrieras, y al final le compra una blusa. Terminamos comiendo una pizza por ahí, y después me acompaña a la puerta de mi casa. Cuando se está por despedir se pone terriblemente colorado y tartamudea hasta que finalmente se anima.

—Yo sé que no debería hablar porque vos tenés novio y te podés ofender, pero si no te lo digo hoy me voy a arrepentir toda la vida. Vos me gustás mucho, Gabi, creo que estoy enamorado de vos.

Me quedo tan fría que no sé qué decir. Yo también tartamudeo.

—Uf —suspira él—, qué bueno que me animé y que no te enojaste.

—¿Cómo me voy a enojar, si es lo más dulce que me dijeron en la vida? Pero no sé qué decir, no me agarrás en un buen momento.

—No me digas nada, ya sé que vivís con tu novio, te vas a casar, todo eso. Me basta con que mañana a la mañana nos saludemos como siempre, si preferís olvidar lo que te dije.

—Es que no lo quiero olvidar. Vos sos muy bueno, Horacio, creo que sos el mejor tipo que conozco.

—Entonces te pido un beso y después me voy. Porque hoy es una noche mágica, porque me animé, y mañana todo vuelve a ser como siempre.

¿Por qué no? Me acerco, me abraza, beso su boca, lo abrazo, y el beso que empieza tímido, dulce, dispuesto a ser breve, se alarga, se ensancha, se extiende, se continúa en más besos, caricias, abrazos, ternuras que no tienen fin hasta la mañana siguiente.

Vuelve Pablo esta vez sí el día que dijo pero lo va a buscar el padre y duerme en lo de la vieja. Nos vemos al día siguiente. Me dice que estuvo pensando en mí, cuando estuvo afuera, que me extrañó, que le hice falta, que decidió venirse a vivir conmigo a mi departamento. Casi lo mismo que como veníamos viviendo, ¿no? pero bueno, traería sus cosas, etcétera.

—Ajá —le respondo.

—¿No estás contenta? Me lo propusiste meses atrás, te acordás, en ese momento no me pareció una buena idea, pero bueno, viajando uno tiene tiempo de pensar, y tengo ganas de estar más tiempo con vos.

—Ajá.

—Bueno, podemos seguir hablando en otro momento, si querés.

—Sí.

Que ni en pedo, aulla una voz adentro mío. Pero no me entiendo. Es exactamente lo que deseo desde hace años, vivir con Pablo, que mi casa sea también la suya, que no esté de visita, y ahora, cuando me lo propone, quiero salir huyendo.

Mientras tanto, en el laburo, aparecen en mi escritorio hoy un ramo de flores, después un chocolate, y así. Aparecen con tanta discreción que sólo yo me doy cuenta, no hay ninguna nota, ni una palabra, pero sé que es Horacio. Una tarde no doy más, le hago una seña y cuando salimos nos vamos caminando para el mismo lado. Apenas nos alejamos lo suficiente lo estrujo contra una pared. Nos besamos un rato largo y dice que podemos ir a su casa, que su hermana no vuelve hasta las nueve.

Llego a casa a las diez menos cuarto. Pablo me espera furioso.

—¿Dónde estabas?

—En el laburo, se me complicó una historia justo cuando estaba por salir. Disculpáme, si sabía que estabas acá te avisaba.

—¿Vos me tomás por idiota, no? Te llamé, no estabas en el trabajo.

—No habrá sonado el teléfono, a veces no se escucha.

—Hablé con el de vigilancia, me dijo que se habían ido todos a la hora normal.

Me quedo callada.

—Vos me tomás por idiota —repite—. Te creés que no me di cuenta que estuviste con alguien cuando estuve afuera. Desde que volví estás diferente, te hablé de mudarme acá y todavía no pudiste decirme una palabra. ¿Quién es?

—No digas idioteces.

—Es inútil que lo niegues, Gabi, te conozco demasiado, reconozco tu mirada, sé que estuviste con alguien.

Lo asombroso es que no tengo ninguna gana de negar nada. Lo que siento es que alguien se equivocó de rollo en medio de la proyección y en vez de poner la segunda parte de la de Woody Allen están pasando un melodrama italiano. En la nueva película Pablo asumió rápidamente el papel de marido ofendido y a mí me queda el de esposa infiel. Quisiera rebelarme contra ese papel no por lo que dice sino por lo que calla. Pero no puedo decir nada, Pablo ya no me necesita, puede seguir la comedia él sólo, y así lo escucho decir

—Se terminó, Gabi, no voy a dejar que nadie me trate así. Nunca me humillaron tanto, te propongo vivir juntos, para qué me dejás hablar, para quedar como un boludo. Me voy, me llevo todo lo que tengo acá, y no vas a volver a verme la cara.

Agarra un bolso y camina como una tromba por todo el departamento, se lleva del baño su cepillo de dientes, la afeitadora, saca de los cajones las medias, los calzoncillos, busca sus libros de la biblioteca, y yo lo miro hacer, quieta, desgarrada.

—¿No te parece un poco idiota tirar a la mierda siete años por un polvo con un pelotudo cualquiera? ¿Qué estamos haciendo, Gabi, cómo podemos terminar así? —vacila, sus movimientos son más lentos, parece dudar de irse, y a mí me da pánico. Andáte, grito en silencio, andáte si querés irte, pero hacélo de una vez.

—Lo peor de todo es que no sabés hacer las cosas. Como siempre, hacés todo mal. Porque si querías revolcarte por ahí con alguno que te calienta, ¿te creés que no podés hacer lo que quieras sin que yo me entere? ¿Vos te enteraste alguna vez de mis historias?

—¿Cómo?

—Ah, ¿te ofendés ahora? ¿Qué se siente? No te gusta ser cornuda, ¿no?

—¿Cuándo tuviste una historia?

—¿Una? Tuve varias, ¿qué te importa ahora? Me voy, no me vas a ver nunca más.

—Claro que no te voy a ver nunca más. Sos un hijo de puta, Pablo, sos de una crueldad tan grande que no puedo creer todo lo que sos capaz de hacer. Andáte, andáte ahora mismo, y andáte a la puta que te parió.

Se va y me siento increíblemente aliviada. Por suerte es viernes y tengo el fin de semana por delante. Duermo catorce horas y cuando me despierto la llamo a Laura. Me paso el fin de semana con ella, puteando (y ella putea conmigo), llorando (y ella se impacienta porque lloro por "ese cretino"), durmiendo de a ratos, soñando pesadillas.

El lunes le cuento todo a Horacio. Es tan dulce y simple que me hace súper bien. Me acompaña a casa a la salida del laburo, pero estoy zombi, no me siento bien.

Hacia el fin de la semana me llama Pablo. Dice que necesita hablar conmigo, que es muy importante. Nos encontramos en un café. Sorprendentemente me pide disculpas. Dice que actuó mal, que no debería haberse puesto así. Que al fin y al cabo no es tan importante si cogimos o no con otro. Que lo que importa es que nos amamos, que él me ama, que soy la mujer de su vida, que siempre lo fui y lo seré, que volvamos a intentarlo juntos.

Y yo lo que siento es que estoy mirando una película que tiene mal el audio: se mueven los labios, pero los sonidos que llegan a mí no son los que deberían corresponder a esa imagen. O mejor, estoy mirando una de esas películas polacas, pero se olvidaron los subtítulos. Miro a Pablo, conozco cada uno de los pliegues de su cara, todos sus gestos, sus expresiones, los tonos de voz de que es capaz. Y sin embargo me parece mirarlo como si no lo reconociera. No puede, Pablo, estar diciéndome eso, a mí. En todo caso hay algo que deberíamos haber hecho muchos años atrás, pero como no lo hicimos en su momento, ahora es imposible.

Me resulta extraño estar sin Pablo después de tantos años. Me resulta extraño estar con Horacio. Él se da cuenta.

—Gabi, yo te amo —me dice una noche en casa—. Pero vos estás viviendo una historia muy tuya, y yo no puedo hacer nada. Me parece que estás conmigo porque nos vemos en el trabajo, y no quiero eso. Hoy pedí que me cambien de sucursal, así no nos cruzamos más en los pasillos. Si tenés ganas de verme, llamáme. Yo te amo, pero quiero que tengas aire para darte cuenta si querés estar conmigo o no.

Estoy sola, en casa, mirando por la ventana. Por primera vez en mi vida siento que el proyector se desconectó. Y aunque al comienzo la oscuridad es muy incómoda, a la larga mis ojos se acostumbran, y resulta un alivio vivir sin proyecciones.

Sueños

Tengo sueños eróticos fallidos. Me veo cogiendo con desconocidos o conocidos; me penetran, forcejeamos un rato, pero nunca termino. Cambian los rostros, el escenario, las posiciones, pero el final, siempre igual: no llega. Mis sueños me resultan muy trabajosos, me despierto agotada e insatisfecha. Y no sé si les conviene el nombre de sueño erótico o de pesadilla.

Tengo 28 años. Empecé a coger a los 18, con el que fue mi primer novio, y no paramos en 8 años: 5 de novios, 3 de casados. Nos separamos hace un año y medio. La crisis que nos separó empezó al día siguiente de conocernos, pero igual vivimos ocho años de amor temperamental y crisis continua. Cogíamos abajo de la mesa, arriba de los yuyos, en la puerta del fondo, en la escalera, en el cine, en el zaguán. Nos tirábamos platos y cogíamos, nos odiábamos y cogíamos, nos jurábamos amor eterno y cogíamos. Sentía, al mismo tiempo, que éramos eternos y que eso no podía durar, incluso en el momento de firmar en el Registo Civil. El último año de casados fue de terror, ahí empecé a no terminar. Ahora tengo 28 años y no sé coger.

Pensé que era la ginebra. Me compré una botella y le hice caso a la etiqueta: cada día una copita, antes de irme a dormir. Soñé con todo: tramas complicadísimas, intrigas palaciegas, persecuciones, comedias de enredos en donde todos tienen su parte: los que no veo desde hace 15 años, los que me acabo de cruzar por la calle, los que estoy por conocer. Dejé la ginebra, pero los sueños continúan.

Una variante: no cojo, me pajeo. Contra un árbol, andando en patines, abierta al sol en la playa. Tampoco termino.

Apenas abro los ojos a la mañana empiezo a supurar un odio sutil que se expande desde mi centro más íntimo hacia todo lo que me rodea. Terminar, la palabra me obsesiona, quiero terminar, acabar. Tener un orgasmo o por lo menos terminar con mis sueños.

Salgo a la calle, un velo nublado cubre mis ojos. Me pregunto si los hombres que veo en el colectivo van a volver en mis sueños, o son los que ya aparecieron.

En el trabajo ya ni saludo. Amontono papeles, lleno formularios, resuelvo problemas, me vuelvo cada vez más eficiente. Creen que me concentro en mi trabajo para olvidar mi divorcio. Mis sueños quiero olvidar, y mi obsesión.

Me encuentro con una amiga en un café. Le digo que tengo pesadillas. Dice estrés, duelo, ansiedad; que necesito tiempo, me dice: ya va a pasar. No sabe que ya viene pasando, desde hace meses.

Otra amiga, por teléfono: Probá coger, me recomienda.

Mi vieja, después de cenar: ¿nena, no querés un tilo?

Mi amigo ñuéich me quiere prestar el libro de Luisa Hay.

Me invitan a una fiesta. Va a estar lleno de hombres solteros, me dice una amiga como queriendo tentarme. Hay un montón de gente desconocida decidida a bailar entre penumbras. Prefiero el vino blanco pero cuando se acaba sigo con lo que venga, sin mirar a quién. En mi año y pico de divorciada algo cogí. Polvos ocasionales, aislados, mediocres: uno con mi ex (el polvo de la nostalgia), algunos con un tipo que me gustó en serio pero se borró al tercer polvo, otros que mejor no recordar. Estaría bueno que alguien me dé bola en esta fiesta; estaría mejor todavía que alguien me gustara. Me parecen todos imbéciles.

Me vuelvo sola, con un mareo que no me deja ver, pero por lo menos esta noche no sueño. Otro signo de vejez: aunque me acueste después del amanecer no puedo dormir más que hasta las doce del mediodía. Extraño mi adolescencia, dormir hasta las cuatro de la tarde.

Domingo muerto. A la tarde leo en la plaza, al sol; a la noche no me da ni para ir a la cena familiar. Doy vueltas, en casa, no me quiero ir a dormir. ¿Volveré a soñar?

Suena el teléfono a la una de la mañana. Levanto el tubo, digo hola. Silencio. Al segundo hola, escucho jadeos. Corto. Nunca me había pasado. ¿Por qué ahora?

Llama de nuevo a la una y media. ¿Vos marcaste este número de pedo, o me querés joder a mí por algo? Silencio. Si te conozco, me gustaría que me digas tu nombre; si no, ojalá alguien te la corte. Llama dos veces más. No atiendo.

Quizá no sea un desconocido que enganchó justo mi número. Quizá es alguien que sabe a quién está llamando. Puede ser cualquier tarado que hace años que no veo y tiene mi teléfono, o alguien que sabe que acá vive una mina sola. Algún vecino. O alguien que me odia. Pienso en mi ex, pero no puedo creer que sea tan pelotudo, ni que me tenga tanta bronca.

Esta noche las pesadillas tienen que ver con teléfonos que hablan solos, con un hombre que intenta entrar a mi casa, con sangre y muertes. Duermo para el culo toda la noche.

Lunes inmisericorde. Jorge, un compañero de la oficina, pasa tres veces frente a mi escritorio y me relojea. Me sumerjo en los papeles, no quiero levantar la vista. Tengo un nudo en la garganta cada vez más cerrado, si me muevo aunque sea un milímetro voy a estallar en lágrimas. Voy al baño.

A la salida Jorge se las arregla para tropezar conmigo. Laura, te veo muy pálida me dice. Te invito un café, ¿querés?

Tomo un cortado y fumo tres cigarrillos al hilo. Jorge me habla, amablemente, de pavadas, y cada tanto mecha alguna preguntita que yo contesto con monosílabos. El nudo aflojó lo suficiente como para dejarme murmurar, pero sigue firme y tengo los ojos velados.

Los de Jorge son transparentes. Cuando me acompaña a la parada puedo leer lo que piensa: Necesita tiempo.

Me voy unos días al campo con mi madrina. No hay nada que hacer: mirar el horizonte, tomar mate con tortas fritas, tratar de no tropezarme con las gallinas. Duermo como un tronco y cuando vuelvo a la ciudad me siento mejor. Por unas noches no sueño nada. Al menos a la mañana siguiente no tengo ningún recuerdo.

El miércoles voy al cine. Cuando entro todavía hay sol. Cuando salgo es de noche. Camino por Corrientes, despacio, me compro un helado. Al lado mío hay un tipo. Estamos casi hombro con hombro pero no nos miramos, nuestros ojos están sobre la lista de gustos. El heladero se acerca y nos pregunta con la mirada a quién tiene que atender primero. El flaco me señala con un gesto, para que pida yo, y al mirarnos nos reconocemos. El clásico semiconocido reincidente. Lo conocí al entrar a la Facultad. Nunca cursamos nada juntos, pero nos cruzábamos a cada rato y siempre nos quedábamos charlando. Siempre me gustó, pero todas las otras veces que me lo encontré tenía mi mente ocupada en mi ex y nuestras peleas. Ahora no. Se llama Jorge.

Nos quedamos charlando en la heladería y cuando terminamos nuestros helados caminamos juntos un rato. Hablamos como si continuáramos una conversación que no tuvimos más remedio que interrumpir tiempo atrás y que por fin ahora podemos retomar. En algún momento de la charla comento que me separé. Nunca supe si él estaba en pareja o no; todas las otras veces que lo vi supuse que estaba de novio. Esta vez me da la sensación de que está solo. Me acompaña a la parada y cuando nos despedimos intercambiamos nuestros teléfonos.

Llego a casa con la mente en blanco y un torbellino negro gestándose en el fondo. No hay nada para comer, de todas formas mi estómago es solamente el recuerdo de algo que hace mucho no funciona y mi garganta está bloqueada por una piedra.

Me quedo sentada en una silla mirando el vacío. Me levanto, busco los cigarrillos, queda uno solo. Fumo. Doy vueltas por la habitación. Cuando estalla el primer sollozo me sorprende a mí misma. Las lágrimas son lo de menos. Más que llorar, estoy aullando. Cada sollozo es una explosión de cristales que me sacude de la cabeza a los pies. Me veo caminar en redondo, rebotar de una pared a la opuesta, gritar ¿Por qué? ¿Por qué? y no sé qué estoy preguntando ni a quién. Cuanto más grito más quiero gritar, cuanto más camino más quiero caminar, no soporto detenerme. No voy a poder parar de llorar hasta que alguien me abrace y me acaricie el pelo, pero estoy sola, y no puedo contenerme. Con cada sacudida siento que me voy a romper, y quisiera romperme de una vez, y descansar.

Entro al baño, me lavo los ojos, me saco los mocos. La cara que está en el espejo es una ridiculez. Roja, deforme, hinchada, la boca fruncida como los pucheros de un nene. Me veo tan tonta que ni siquiera me puedo tener lástima. Mirá lo que parecés, me digo, ¿No te da vergüenza?

Dejo de lloriquear y me miro fijamente a los ojos. Muy, muy despacio, digo A mí no me van a cagar. Ya van a ver. A mí no me atrapan de nuevo. Me lavo otra vez los ojos, y los dientes. Cuando me voy a dormir no es sobre la almohada sino sobre este pensamiento que apoyo la cabeza.

Los próximos días son neutros, del tono de la ropa tan desteñida que es imposible recordar su color original. Sin enterarme muy bien cómo, pasan dos semanas. Me doy cuenta de que estoy mejor: hablo un poco más con la gente, y hasta me río de los chistes. Jorge Oficina aprovecha mi buen humor y me invita al cine. Le digo que estoy cansada, que lo dejemos para otro día. Me dice que por lo menos tomemos otro café. Acepto.

Parece un buen tipo este Jorge. Tiene una gran cualidad: puedo quedarme callada y él se ocupa de que no haya baches en la conversación. A su manera, con sus maneras, consigue que hable de mí. Le cuento cosas de cuando era chica, historias de mi familia. Se muere de ganas de saber cosas de mi ex, me doy cuenta, pero por suerte se aguanta y no me pregunta.

Cuando llego a casa (estoy dejando la cartera en una silla y todavía tengo puesto el saco) suena el teléfono. Es Jorge Facultad. Charlamos un rato y me invita a tomar algo. Quedamos para el domingo a la tarde.

Nos encontramos a las 6 en un bar de Corrientes. Cuando lo veo me parece más lindo que lo que me acordaba. Resulta fácil hablar con él: las palabras fluyen y nos llevan de un tema a otro.

Dos horas más tarde salimos del bar y empezamos a caminar por Corrientes, pero en vez de ir para el Centro vamos hacia el Once. Anochece y nosotros hablamos de cine, de las películas que más nos gustaron, de las que queremos ver, de las que uno nunca pudo ver pero el otro sí, y le pareció fantástica. Cuando cruzamos Pueyrredón me pregunta si tengo hambre. Dice que estamos cerca de su casa, que si quiero podemos comprar una pizza para llevar y unas cervezas. Me parece una gran idea.

Su departamento es chiquito pero está bien arreglado. Tiene una mesa redonda, algunas plantas, un equipo de música, un colchón de dos plazas en el suelo y todos los marcos pintados de azul. Por la ventana se ve el Abasto. Me cuenta que era de su hermana, que se fue a vivir afuera.

Comemos escuchando unos discos de los que me había estado hablando. Cuando terminan (todo acabó: la pizza, las cervezas, y la música) nos quedamos callados. Estira un brazo, acaricia mis dedos, mis manos, sube hasta los hombros. Nos incorporamos, acariciándonos, y nos besamos.

Hace tanto que no estoy así con alguien que no me reconozco. Todo es muy dulce, y lo que me resulta más extraño es que sea tan fácil. Nos desnudamos el uno al otro, nos acariciamos, lamemos y besamos, y cuando me penetra todavía estamos de pie. Me lleva hasta el colchón, saca un forro de la mesita de luz, se lo pone, y ahí sí, acostados, extendidos, entrelazados, terminamos. Nos acariciamos un rato más, y me quedo frita con su brazo alrededor de mi cintura.

A la mañana siguiente me voy de su casa al laburo. Me siento flotar en una nube, y me sorprende que una expresión que siempre me pareció tan idiota, contraria a las leyes más elementales, pueda ser real alguna vez. No logro concentrarme en nada y tengo los ojos perdidos. Cuando vuelvo a casa la nube me acompaña. Me siento a un metro del piso todo el tiempo.

El martes la nube empieza a lloverse. Me sigue pareciendo hermoso lo que viví el domingo, pero estoy angustiada. El miércoles me doy cuenta de que es pánico lo que siento. Voy a cenar a lo de mi vieja. Mis hermanos no están. Yo soy la mayor, mi vieja es joven, tengo dos hermanos adolescentes que por primera vez en sus vidas coincidieron en algo y eligieron el mismo día para ir al cine. Mi viejo murió hace tres años. Me parece raro estar con mi madre, las dos solas.

Hablamos del trabajo: del suyo, del mío, y de nuestras casas. Le pregunto cómo cuidar una azalea que me compré. La veo cocinar y pienso cuántos años hace que repite los mismos gestos, y cómo puede ser que los siga haciendo igual, noche tras noche, aunque pasaron tantas cosas: ahora que papá no está, por ejemplo. Pienso en mi viejo, en los días que siguieron a su muerte. Fue justo antes de que la historia con mi ex se fuera a la mierda.

¿Cómo hace mi vieja para seguir viva, cuando le falta la persona con la que compartió 30 años de su vida? ¿Cómo hago yo para estar de nuevo con alguien, si estoy convencida de que a la corta o a la larga todas las historias se pudren? Durante ocho años sentí que mi historia de amor era única, y eterna. Y se pudrió. Todas las demás historias que conozco se pudrieron. A todas mis amigas las vi cambiar varios novios. Algunas están en pareja ahora, pero ¿cuánto durarán? Casi todas las amigas de mi vieja están separadas. Y mis tíos, y las vecinas, y la gente del laburo: separados es lo mejor que les puede ocurrir, si no forman unos matrimonios odiosos, asfixiantes, insoportables. ¿Cómo hace la gente? Porque lo más extraño es que todo el mundo está en pareja, o busca estarlo. ¿Para qué empezar algo, si al final todo se va a pudrir? Pánico es lo que siento.

Mi vieja vuelve a la carga con el tilo. ¿Manzanilla? ¿Menta? Me muestra sus nuevos tejidos al crochet. Desde que murió mi viejo le agarró un repentino ímpetu tejedor. Al revés de Penélope, teje cuando no puede esperar nada. Todos los muebles de la casa se van llenando de carpetitas, y encima de ellas hay macetas. Su otro ímpetu arrasador es la jardinería. Si tuviera más tiempo, me dice, podría tejerte una cortina para la ventana de tu baño. ¿Te gustaría?

Lavo los platos mientras mi vieja me hace un café. Es temprano; como no están mis hermanos, hicimos todo más rápido. Miro sus dedos aparecer y desaparecer entre la aguja y el hilo, y se me ocurre preguntarle si tiene a mano las fotos de mi viejo. Me dice que sí, están en la misma caja que yo recuerdo haber visto hace tres años, y la caja está en el armario del living. Miro las fotos de todos nosotros: la de su casamiento me la acuerdo muy bien, durante años estuvo en un portarretrato en la biblioteca. Mi viejo tan joven como nunca lo conocí. Mi viejo conmigo en brazos, o hamacándome en la plaza. Mi viejo años atrás, cuando se jubiló. Le pregunto si lo extraña. Claro, nena, me contesta. Mucho. Pero a veces sueño con él, ¿sabés? Y me alegro de poder estar un rato con él, aunque yo esté dormida. ¿Y vos? me pregunta. ¿Lo extrañás?

No sé. Creo que sí. Creo que lo extraño más de lo que me doy cuenta. No soñé más con él.

Mi vieja se rasca la cabeza con la aguja de crochet y me mira, pensativa. Asiente, ladea la cabeza, suspira. Me gustaría ayudarte, hija. Me parece que tomás mucho café. ¿No querés llevarte unos saquitos de tilo a la oficina?

Sonrío.

Gracias, ma. Voy a tratar de tomar menos café, y quién sabe, quizá hasta dejo de fumar, algún día. Ya vas a ver.

Apenas llego a casa me meto en la cama, apago la luz y me duermo enseguida. Y sueño.

Sueño que hay mucha gente en mi casa. No la de ahora: la casa donde vivía antes de casarme. La casa donde todavía viven mi madre y mis hermanos. Hay mucha gente y aunque yo puedo ver a todos nadie me ve a mí. Están mis tíos, mis primos, mis hermanos, mi madre, todos muy tristes. Pienso que quizá esté también mi padre y empiezo a buscarlo. Paso por montones de habitaciones llenas de gente llorando y en la última me parece verlo. Está junto a un cajón y ahora entiendo por qué todos están tristes, por qué nadie me ve: porque soy yo la que está en el cajón, es a mí a quien están velando, y mi padre llora al lado de mi cadáver. Pienso que por fin lo veo de nuevo después de tanto tiempo y sin embargo seguimos estando uno de cada lado, y empiezo a llorar. Es un llanto sin ruido, ni ahogo, ni angustia, es un llanto que consiste solamente en lágrimas, que caen, una tras otra, sin pausa, de mis ojos, ruedan, sin pausa, por mis mejillas, y siguen hasta el piso. Son infinitas, y me producen un alivio enorme, como si no fueran lágrimas, como si fueran un riego que saliera de mí misma y al mismo tiempo que se aleja estuviera alimentándome.

Me despierto en medio de la noche. Necesito soplarme los mocos. Tanteo en la oscuridad. Mi cara, la sábana y la almohada están empapadas, y las lágrimas continúan cayendo.

Artes

Tengo la sensación de una forma. Es algo poderoso, tangible, siento que podría dibujarla en el aire con las manos, pero me falta algo, no logro concretarla. Muchas esculturas asoman así. De todas esas sensaciones muy pocas llegan a corporizarse. A veces, en cambio, veo la figura completa antes de empezar a modelar. Hoy hace horas que estoy con esta sensación; mis manos comienzan, una y otra vez, gestos en el aire, pero se quedan a mitad de camino. Para colmo, se tapó el mate.

Dejo la arcilla quieta por un rato y me pongo a destapar la bombilla. Quizá no me sale nada por este calor de mierda. Podría llover de una buena vez. Suena el teléfono, es Carmen.

—¿Silvina? ¿Leíste La Maga? Abrieron una Bienal alternativa, parece que todo va a ser con mejor onda, ¿no querés presentarte? Fui a buscar las bases, hay tiempo hasta fin de mes. Dale, no seas tonta.

—¿Y por qué pensás que va a ser mejor?

—Qué sé yo, por pensar algo bueno. Dale, tus cosas son buenísimas, hacé algo.

—...es que... tengo que hacer las fotos. Siempre estoy con eso, todavía no hice el catálogo. No tengo la más puta idea de a quién llamar.

—Ya sabía que ibas a decir eso y te averigüé el teléfono de un fotógrafo. Se llama Alejandro, anotá el número y lo llamás hoy.

—Me cagaste. Me parece que si no me presento no me saludás nunca más.

—Algo así. Anotá.

—¿Y quién es este tipo? Mirá que no puede ser cualquier nabo, tiene que tener alguna experiencia en sacar fotos de esculturas.

—Pero sí, mujer. ¿Sabés quién es? Un flaco morocho, de bigotes y anteojos, que estaba en la fiesta de Pato el otro día. ¿Lo ubicás? Creo que es amigo de Sandra de la primaria, es el que le hizo a ella todas sus fotos.

—¿Uno que estaba vestido de negro y se fue temprano?

—No estaba de negro, era verde inglés, te pareció porque estaba muy oscuro. Y no se fue temprano, se quedó bastante. No importa, llamálo igual.

¿No era el de negro? No recuerdo a nadie vestido de verde inglés. Ni siquiera puedo recordar cómo es el verde inglés. Carmen me enloquece con sus matices de colores. Ojalá sea el que yo recuerdo, era bastante lindo. Pero mejor lo llamo a la noche. Ahora sigo destapando la bombilla.

A la noche no me contesta nadie. Me atiende un contestador, pero me resulta demasiado trabajoso explicarle al aparato quién soy y qué quiero, y no dejo nada dicho. Recién lo ubico al día siguiente, al mediodía. Le digo quién soy y que necesito unas fotos de mis esculturas. Tiene una voz muy agradable, y por alguna razón misteriosa yo, que habitualmente soy muy tímida, me siento de lo más cómoda hablando con él. Me dice que no sabe si va a poder hacer las fotos porque le está por salir un trabajo que implicaría irse de viaje, pero me propone pasar por mi taller así ve las esculturas, se hace una idea de cómo sería el trabajo, y cualquier cosa si al final él no puede me deja el teléfono de un amigo suyo. Le doy mi dirección y quedamos en vernos un par de días más tarde.

A la noche llueve a raudales. Por supuesto, la lluvia empezó sin darme tiempo a descolgar la ropa recién lavada y me mojo toda para sacarla. Siempre que lavo mucha ropa llueve, debe de ser un caso más de la ley de Murphy. Mucho después de que dejó de llover sigo escuchando las gotas deslizarse por la higuera.

Con la lluvia refresca un poco pero no mucho. Pienso en mis alumnos, tostándose al sol vuelta y vuelta, y yo acá, como una marmota, con el patio embarrado y la escultura sin hacer. Suena el timbre. Segundos antes de abrir la puerta deseo secretamente que Alejandro sea el flaco de la fiesta que yo recuerdo. Y es. Voy a tener que pedirle a Carmen que me muestre a qué llama verde inglés. El también me recuerda aunque en la fiesta no nos dijimos ni dos palabras. Todo lo que hablamos fue cuando me sirvió vino y yo le dije Gracias.

Le sirvo un café, le pregunto qué hace, y me dice que me trajo una muestra de sus fotos porque se imaginaba que me gustaría saber qué tal haría el trabajo. Son de las cosas de Sandra, y como las conozco, me doy cuenta de que sus fotos son buenísimas. Supo realzar las esculturas, están muy bien iluminadas. Hay otras: retratos, gente en la calle, paisajes en blanco y negro, y me parecen todas muy buenas. Le muestro mis esculturas, que están un poco amontonadas porque son grandes. Me pregunta si elegí cuáles quiero presentar y se las señalo. Dice que sería mejor llevarlas a su estudio, así tiene más espacio y las luces que necesita. Dice, también, que le parecen muy buenas.

Nos quedamos charlando de fotos y cuadros, también de dónde conocemos a Sandra, y cómo caímos los dos en la fiesta de Pato; le pregunto por el trabajo que le está por salir y me dice que si no lo llamaron hasta ahora debe de ser porque ya no sale, que lleve mis esculturas a su estudio este sábado, así saca las fotos. Me pregunta por mi casa, le digo que le alquilo a un amigo. Lo que tiene de bueno es que tengo bastante espacio para vivir y para usarlo de taller. Y para colgar la ropa bajo la higuera, así se me moja con la lluvia. Me pregunta cómo vivo y le cuento que tengo algunos alumnos de escultura, pero sobre todo tengo alumnos de inglés. Fui desde chica a una escuela bilingüe y por suerte aprendí en serio. Incluso leo, de vez en cuando, novelas en inglés. El labura de fotógrafo, le encargan fotos periodísticas con bastante frecuencia. De pronto mira el reloj y me dice que ya está llegando tarde a otro lado, que tiene que irse. Le creo, porque la sensación que tengo es que podríamos quedarnos hablando hasta el fin de la eternidad sin que nos falten nunca temas. Lamento no haberle ofecido mate en vez de café, y no haber terminado la yerba. Me da la dirección de su estudio y le digo que el sábado llevo todo. Ahora tengo que pensar cómo trasladar mis mamotretos.

Por suerte el amigo que me alquila cuenta con una camioneta entre sus propiedades y el sábado está libre. Pero el viernes a la noche me llama Alejandro. Me pide mil disculpas, me dice que le acaban de avisar que le salió el trabajo del viaje, que va a estar afuera por lo menos 15 días. Me da el teléfono de un amigo, dice que es buen fotógrafo, que ya le habló de mí y va a poder hacer el laburo, que por favor lo perdone, y que a la vuelta me llama a ver cómo salió todo. Le digo que no se preocupe, que está todo bien. Pero me embola tener que hablar con otra persona y tener que molestar otra vez a mi amigo potentado, y me quedo un poco triste porque tenía ganas de verlo de nuevo a Alejandro. Por suerte su amigo es muy expeditivo, se las arregla para sacar las fotos sin tener que trasladar las esculturas, las termina en tiempo record, me cobra muy barato, y encima las fotos quedaron bien. Armo la carpeta y la presento el último día a las 6 menos cinco. Con toda esta historia abandoné la idea que me revolotea en la cabeza desde hace tiempo. Yo la abandoné pero ella no deja de revolotear, aletea contra los huesos de mi cráneo, una y otra vez, rebota, y cae.

Días después me llama Alejandro. Me pregunta si llamé a su amigo, le cuento toda la historia y se alegra de que salió todo bien. Le pregunto por su viaje, dice que tuvo algunos problemas pero nada grave. Dice que me quiere invitar a tomar una cerveza "para resarcirse" de haberme fallado con el laburo. Quedamos en que me pasa a buscar por casa el domingo a la tarde, para ir después a algún bar de la placita de Serrano, que queda cerca.

El domingo llega en punto, charlamos en casa diez minutos y nos vamos caminando. Hace bastante calor, pero a esa hora y al aire libre se está bien. Cuando llegamos a Serrano “El Taller” está lleno, nos sentamos en un bar que está enfrente de la plaza, justo donde dobla el 55, en una mesa en la vereda junto a un árbol. En la mesa de al lado hay un matrimonio joven con una nena rubia que debe de tener dos años, más o menos. La nena nos mira y nos encuentra más interesantes que sus padres, quizá porque yo le sonrío y le pregunto cómo está. Ella acerca una silla y se sienta a la mesa con nosotros. La madre la llama y me entero de que se llama Julieta.

Alejandro pide dos cervezas y nos traen un plato lleno de maníes con cáscara. Horas más tarde vaciamos varios chops, descascaramos setecientos kilos de maníes, fuimos un par de veces al baño, y no paramos de hablar ni un minuto. Le pregunto si tiene hambre y lo invito a comer a casa. En el camino compramos un vino.

Cuando llegamos cocino unos fideos, tomamos el vino, y seguimos charlando de toda la vida. Cada vez que uno cuenta algo el otro parece haber vivido lo mismo. Cuando nos besamos, me estremezco. Me parece hermosa su piel, sus manos, sus ojos, me gusta cómo me acaricia, quisiera quedarme años lamiendo su cuerpo. Hacemos el amor toda la noche, y entre vez y vez seguimos contándonos cosas. No dormimos. Cuando a la mañana siguiente lo acompaño a la parada vamos caminando de la mano.

Me llama días más tarde y me invita a cenar a su casa. Me muestra las fotos que sacó en el viaje, cocina unos ñoquis que le salen bárbaros (a mí siempre me quedan pegoteados) y enseguida nos vamos a la cama. Es mucho más lindo hablar después de hacer el amor: acariciarnos, desnudos, en la cama, charlar despacio de boludeces, detalles, recuerdos lejanos, contarnos las pecas y los lunares, memorizar las cicatrices que nos encontramos, refregarnos como gatos. Le cuento de la escultura que no me sale. Me pregunta cuándo voy a saber si me aceptaron en la Bienal, pero todavía falta. Le pregunto si alguna vez expuso sus fotografías, dice que no, pero que tiene ganas. Y así. Esta vez dormimos un par de horas.

Aprovecho las vacaciones de mis alumnos y me enfrasco en la escultura. Si fuera una palabra diría que la tengo en la punta de la lengua. No es una palabra: es una forma, está atrapada en mis yemas, y no logro que salga de ahí. Hago varios esbozos pero a todos les falta algo. Están mal planteados, no encuentro el camino para llegar a lo que quiero.

Llamo a Alejandro una semana después de nuestro último encuentro. Me dice que estuvo ocupadísimo porque le ofrecieron hacer una exposición. Me invita a su casa, y cuando llego está eligiendo fotos y enmarcando algunas. Me sirve una ginebra y me acaricia. El pelo, el cuello, los hombros, los ojos, la cintura, los codos, las uñas, la panza, las tetas, el pubis, las nalgas, las piernas, los pies, las orejas, y me besa. Hacemos el amor sobre la alfombra.

Hablamos una semana más tarde. Lo invito a casa, viene, pero está en babia. Le pregunto qué le pasa y sólo me dice que está muy cansado. Cenamos, hacemos el amor, hablamos dos boludeces, y se va. Me quedo tan shockeada que no reacciono.

Días después me llama y me cita en un café. Cuando llego él ya está tomando un cortado, fumando, los ojos de piedra. Dice un par de boludeces al estilo de tiempo loco, no? y me dice que quiere "cortar nuestro rollito". Que está todo bien conmigo, pero que tiene muchas cosas en la cabeza y necesita estar solo. Le digo que está todo bien. Que siempre me tomé la historia como que nos veíamos cuando teníamos ganas, y que si él no tiene más ganas, está todo bien. Me dice que por lo general cuando él corta una historia la corta para siempre, pero que conmigo no le pasa sí, que le gustaría volver a verme, y me pide que vaya a la inauguración de su exposición. Agradezco para mis adentros que las lágrimas que me están taladrando los ojos se queden ahí y no asomen todavía y le digo que voy a ir. Le digo que a mí también me gustaría seguir viéndolo, pero que yo no lo voy a llamar. Que me llame él cuando quiera. Y me voy.

Cuando llego a casa pongo la música fuerte para poder escucharla bajo la higuera. Está anocheciendo y lloro en silencio. Las ramas están dobladas porque llovió toda la noche, las hojas todavía gotean. Me pregunto qué le habrá pasado a Alejandro y no puedo responderme. Me pregunto qué me pasa a mí y tampoco encuentro una respuesta. Lágrimas caen por mis mejillas y gotas por las ramas de la higuera. Me acuerdo de un profesor de escultura que me decía que no mire el cuerpo que trataba de reproducir sino los huecos que ese cuerpo dibujaba. Los huecos, decía él, también tienen volumen. Formo un cuenco con mis manos, las lleno de barro y juego un rato. De pronto me doy cuenta de que acabo de encontrar lo que vengo buscando desde hace un mes. Me levanto, enciendo la luz del taller y me pongo trabajar. Cuando me acuesto son más de las 5 y sobre mi mesa hay tres esbozos bien planteados.

Se acerca el fin del verano y entran a caer mis alumnos. Me queda menos tiempo libre pero lo aprovecho mejor porque ya encontré la punta del ovillo. Llega el día de la exposición de Alejandro y paso un rato a saludarlo. Me abraza dulcemente, cuando llego y cuando me voy, pero casi ni hablo con él. Pasan varios días en que me muero de ganas de que me llame. Pienso que lo que deseamos nunca se produce cuando lo estamos esperando, y cuando dejamos de esperarlo generalmente tampoco.

Días antes del comienzo del otoño recibo una carta de los organizadores de la Bienal. No sólo aceptan exponer mis esculturas sino que me premiaron una. Estoy tan eufórica que llamo a todo el mundo: a Carmen, a Claudia, a Sandra, a mis viejos, a mis amigos, a mis tíos; llamo, también, a Alejandro, y le dejo un mensaje. Me llama un par de días más tarde para felicitarme. Me dice que está con quilombos de laburo, pero que me llama en la semana para vernos. Pasa esa semana, y otra, y otra. Pasan los primeros fríos otoñales y vuelve el calor, parece casi el verano. Un atardecer me tomo el 55 y cuando dobla en la placita de Serrano nos veo. Estamos en la misma mesa junto al mismo árbol y somos nosotros, no hay duda: somos iguales, estamos en las mismas posiciones, hasta tenemos la misma ropa que aquella noche, y conversamos animadamente. Me acuerdo de todos los que se vieron a sí mismos, de Angel Cicatriz me acuerdo y de Stephen Dedalus and the man in the macintosh. Alguien debe de estar dibujando mi recorrido con una hilera de luces titilante sobre una pantalla. Si es así, esa persona está tan comprometida con la historia que no quiere cerrarla: quiere darnos la oportunidad de reescribirla, pero no me la está dando a mí, sino a una imagen.

Memorias

Tengo ganas de ir al cine. Hay un ciclo de Truffaut en la Lugones. Pero es domingo, hay sol: mejor voy en la semana, hoy me voy a pasear. Vero se va en una semana, quiero comprar regalitos para que se lleve a Barcelona. Almuerzo en lo de mis viejos y cuando salgo de su casa voy al Parque Centenario. Está lleno de gente: los que venden en la feria, los que compran en la feria, los que miran sin comprar, los que toman sol, los que juegan en el pasto, los que tocan música, los que escuchan a los que tocan música, los que se sientan en ronda en el pasto a charlar. Visto así, de golpe, en una visión de conjunto, me parece ver un cuadro que conozco de memoria, sólo que años atrás yo formaba parte de él y ahora no. Para colmo los que tocan están cantando "Era en abril". Me digo que no es bueno volver al lugar donde uno iba diez años atrás porque lo único que se siente es que pasaron diez años. Compro los regalos que quería y salgo huyendo.

Pero no es eso. El problema es que yo creía que ciertas acciones (estar, un domingo a la tarde, en el parque Centenario, charlar con los amigos en el pasto, escuchar "Era en abril") habían desaparecido, simplemente porque yo no las hacía mas. Pero así como antes de mí otros las hicieron y dejaron de hacerlas, así como yo las hice y dejé de hacerlas, así vinieron otros que las están haciendo y dejarán de hacerlas. Lo que cambia son las personas, pero las acciones permanecen, fijas, inmutables. Ellas duran en el tiempo, mientras los cuerpos que las están llevando a cabo van cediendo su lugar a los siguientes.

Cuando llego a casa es la hora azul. Escribo algunas cartas para que se lleve Vero y me pongo a limpiar mis potus. Si hay algo que no heredé de mi madre es su habilidad para la jardinería. No tengo suerte con las plantas, pero los potus y yo logramos llegar a un acuerdo, ellos están bárbaro en mi casa, y a mí me gusta que estén. Me gusta mucho su empecinamiento: crecen imparablemente; les corto una punta para hacer una plantita nueva y renacen de la punta que corté. Hoy veo que uno tuvo un hijito, hay un brote nuevo, minúsculo, y no tiene nada que ver con mis injertos. Otro punto de mi trato con ellos que respeto a muerte es regarlos siempre que llueve. Me parece que se dan cuenta de que está lloviendo, lo perciben en el aire, y si no reciben agua se miran extrañados.

Paula viene a casa días más tarde. Tomamos mate y me cuenta de sus clases. Está preparando unas guías para sus alumnos y necesita unos ejemplos, me pregunta si se me ocurre dónde buscar. Me acuerdo de unas historietas buenísimas que salieron años atrás en Superhumor y empezamos a hojear la revista. Pensar que la leía fascinada cuando estaba en la secundaria.

Le pregunto a Paula cómo va todo con Francisco.

—Bien —me dice—. Está en Merlo ahora, fue a hacer el pozo.

Se va Vero y me quedo tristísima. Esta bendita historia de que la mitad de mis amigos se hayan tomado el buque me mata. Carmen y yo lloramos durante dos días. Encima Paula también se quiere ir. No va a cruzar el océano, pero es lo mismo, tampoco me puedo ir a San Luis a cada rato.

¿Qué se puede hacer salvo ver películas? Voy a la Lugones y veo Jules y Jim. La otra vez que la vi fue hace trece o catorce años. Recuerdo casi literalmente ciertas frases: Jules diciendo que el sol y la luna son femeninos y que el amor es neutro, Jim contando que un amigo le recomendó hacerse viajero profesional. Recuerdo la primera salida de Jules y Jim con Catherine, ella vestida de varón. Estoy en el cine, a solas con la película, y de pronto descubro que recordaba el final exactamente al revés. Recordaba a Catherine dirigiendo el auto al agua, matándose y matando a uno de los dos, pero hasta un segundo antes de que Jim subiera al auto estaba absolutamente convencida de que quien moría con Catherine era Jules y el sobreviviente Jim.

La voy a ver a Silvina. Me muestra las nuevas esculturas que está haciendo y me gustan muchísimo. Nos sentamos a tomar mate bajo la higuera. Está de lo más entusiasmada con el flaco que conoció, el fotógrafo. Parece una quinceañera, se le iluminan los ojos cuando habla de él. Me hace acordar a mí misma, años atrás, cuando empecé a salir con Roberto. Qué grande ha sido nuestro amor, y sin embargo ay, mirá lo que quedó.

El domingo hay un almuerzo familiar en lo de mis viejos, también van mis tíos. Hablamos de las elecciones de diputados, falta un mes y pico. Tanto rompernos el coco antes de cada elección pensando a quién votar, para qué, si después no me acuerdo. No puedo recordar a quién voté la vez anterior. ¿Impugné el voto?

Le pido a mis tíos que me cuenten historias de la familia. No aportan mucho, pero Teresa me hace recordar algo.

Teresa me pregunta si yo tengo el relato que escribió mi tío sobre su abuela mi bisabuela. Le digo que yo nunca lo vi. Me hace acordar de un mediodía hace más de doce años, cuando fui con mi primo Esteban a su casa. Ella se acuerda claramente, dice, de mi tío leyendo largas partes de ese relato y después su gesto de darme a mí el manuscrito. Yo me acuerdo de ese día (me acuerdo muchos detalles: que me encontré con Esteban en la placita de Las Heras, que fuimos juntos a la casa de mi tío su padre y era la primera vez que yo entraba a ese depto y así conocí a Teresa, que mi tío cocinó habas, que me sorprendió diciendo que yo era su sobrina preferida) pero no me acuerdo de mi tío leyendo ni dándome el manuscrito, y le digo a Teresa "si yo tuviera eso me acordaría". De pronto algo irrumpe en mi memoria: la imagen de unas hojas amarillentas, escritas a máquina, con tachaduras y correcciones, abrochadas con un gancho, un conjunto de hojas que forman un cuaderno y que es la novela inconclusa de alguien; y me parece recordar que ese objeto está en mi casa. Cuando llego lo busco, y sí, lo tenía yo, y es una novela inconclusa de mi tío. Pero tampoco la memoria de Teresa es absolutamente fiel, porque no habla de mi bisabuela sino de profesores universitarios que desaparecen inexplicablemente. Mi tío dijo, alguna vez, que había pensado en su hermana mi madre cuando lo escribía, y quizá por eso me dio a mí el manuscrito.

Días más tarde vuelvo a casa del laburo y la chica que está parada a mi lado en el colectivo cae desmayada hacia adelante. Debe de tener más o menos catorce años. Le dan el asiento y me quedo a su lado, le hablo, la tranquilizo, decido acompañarla a su casa aunque ella no quiera. No quiere molestar, dice que se siente bien, pero a mí no me importa, por ninguna razón bajaría del colectivo antes que ella, sin ver que llegó bien a su casa. Me dice que sintió un malestar, y después un golpe en la frente, y después alguien gritando ¡chofer, pare! y que seguía sin entender que el problema era ella. Dice que nunca le había pasado. Le digo que no se preocupe, que esas cosas pasan, que le habrá bajado la presión. Y entonces me acuerdo que una vez me desmayé en el subte. Lo mismo: estaba de pie en el vagón, todo empezó a girar (pero era yo la que giraba) y lo próximo que sentí fue un dolor en la nuca y todo el mundo convulsionado a mi alrededor. Una mujer joven me acompañó hasta donde yo iba, y aunque yo me sentía bien no me dejó hasta verme en manos de mi madre. Y recién ahora la entiendo, porque me veo en su lugar y me doy cuenta que reacciono igual que ella, y esta chica a mi lado, que tiene la misma edad que yo tenía cuando me desmayé, reacciona igual que como yo reaccioné entonces.

La llamo a Paula y nos encontramos en un café. Crisis: no van a Merlo. Al principio no lo puedo creer, después me parece muy comprensible. Es como si hubieran estado empujando una roca enorme durante años: lo único que hicieron fue apretar los dientes, cerrar los ojos, poner el hombro y hacer fuerza. Y cuando finalmente logran mover esa piedra lo primero que ocurre es que el impulso que llevan los hace trastabillar y caer. Es natural que eso pase, y que ahí, en el piso, atontados por la caída, miren la roca y les parezca enorme. Lo que hay que hacer es ponerse de pie, lentamente, sacudirse el polvo de la ropa, tomar aliento y volver a contemplar la roca, para poder ver que tiene exactamente la misma estatura que nosotros.

Le digo que se vayan de vacaciones, juntos, a ver qué les pasa. Colonia es hermosa y está tan cerca.

Me llama Silvina, la pateó el fotógrafo. Voy a verla. Está tristísima, cuando me cuenta la despedida de Alejandro se le llenan los ojos de lágrimas. Pero está más entera que nunca. Me muestra entusiasmada las esculturas que está haciendo y son todavía mejores que lo último que vi. Nos ponemos a hablar de cuadros y libros y cuando me voy me la imagino bajo la higuera, llorando, y sé que está triste, pero sé que sabe que va a pasar, que va a volver a ser feliz, y dentro de poco.

Salgo de lo de Silvina y unas cuadras más allá me tropiezo con Roberto. Hace tanto que no nos vemos que nos quedamos charlando unos veinte minutos. Siento, cuando lo veo, un cariño tan enorme, que me parece que llegué a mi límite en el camino del desamor: más allá nunca voy a poder ir. Cuando llego a casa me sorprende una gota que cae sobre mi hombro. ¿Llueve? Es mi potus. Una tira de corazones verdes. Esta mañana lo regué demasiado, el agua se condensó, y ahora de cada una de sus hojas con forma de corazón asoma una lágrima.

Espero el colectivo un domingo a la tarde en Thames y Cabrera y no pasa nada ni nadie, sólo el tiempo. Me cuesta reconocer qué se recorta contra el fondo verde: un carro a caballo. Es un mateo. Pasa a mi lado, él también solo, sin pasajero, y una chica muy joven, al fondo de la cuadra, con una melena inmensa y un bebé en brazos, se lo señala y ambos se quedan mirando un rato. La madre estira el brazo (¿y por qué supongo que el bebé es suyo?), mueve una mano en el gesto de chau, se da media vuelta y sigue caminando en sentido opuesto al del mateo; opuesto, también, al mío. El bebé, por sobre su hombro, mira todavía un poco más, y estira el brazo.

¿Por qué los adultos enseñan a los niños a decir chau a todo lo que se les cruza por el camino? Yo también lo hago con mi sobrino. Instinto, probablemente: así vamos aprendiendo que todo lo que se nos acerca está de paso, de todo nos podemos desprender.