Hombres

Tengo un error en el programa, pero no logro descubrir dónde está. Hace horas que estoy entre las máquinas, me lloran los ojos, son más de las doce, me dan ganas de mandar todo a la mierda e irme a dormir, pero no puedo. Me digo que ya falta poco, un esfuercito y un café.

Suena un teléfono, es el directo. Con voz cadavérica digo hola y la voz irritada de Pablo estalla en mi oído.

—¿Gabi? ¿Qué hacés ahí todavía? ¿Estás loca?

—Pablo, ¿dónde estás?

—En tu casa, hace dos horas que te espero. ¿Por qué no me avisaste que estabas trabajando?

—¿Y yo cómo podía saber que estabas en mi casa si todos los jueves dormís en lo de tu vieja? ¿Qué te creés, que estoy en una fiesta, acá?

—¿Hasta qué hora te vas a quedar? No comí, tengo hambre.

—Mirá, tengo un problema, se cuelgan las máquinas y no sé por qué, y mañana a las nueve esto tiene que estar funcionando, así que yo me quedo a solucionarlo hasta la hora que sea. Y espero que esa hora sea a más tardar las nueve menos cinco.

—Vos estás loca, romperte el culo así por lo que te pagan.

—No me gusta que te metas en mi trabajo, por algo yo no me meto en el tuyo. Y ahora dejáme laburar, por favor.

—Está bien, lo único que te digo es que me voy ahora mismo, no voy a estar esperándote.

—Hacé lo que quieras.

Qué tipo. ¿Para qué me llamó? ¿Qué suponía, que iba a dejar todo para correr a sus brazos, a prepararle la comida? A mí jamás se me ocurriría pedirle que salga ni cinco minutos antes de su trabajo por más que lo necesite, pero a él le parece muy lógico interrumpirme a la hora que sea. Como se supone que mi trabajo es una mierda y el de él es buenísimo, soy una idiota por quedarme después de hora. Mi trabajo será una mierda pero pago el alquiler y me mantengo, y él, con su brillante carrera, sigue viviendo con su vieja, y aunque paga las cuotas de su auto no trae a casa ni un paquete de arroz. Suerte que la heladera está vacía, que se cague de hambre o vaya a comer con su mamá.

La pelea con Pablo tiene un efecto benéfico —o quizá es el café—: me despeja la mente, y en una hora resuelvo todo el quilombo. Llego a casa cerca de las dos de la mañana; Pablo, por supuesto, no está.

Al otro día me llama a la tarde y me invita al cine. La ¿ventaja? de estar juntos desde hace siete años es que no necesito más que su voz para saber cómo viene la mano. Está de buen humor y re dulce. Salimos a la noche y no menciona nada del día anterior. Yo tampoco.

Una semana más tarde me piden que agregue algo al programa, necesito quedarme después de hora para hacer pruebas. Se están yendo todos, casi no queda nadie, y en eso se asoma Horacio.

—¿Te vas a quedar un rato más, no?

—Sí, quiero hacer algunas pruebas y tiene que ser cuando no usan las máquinas. ¿Por?

—Tomá —extiende una mano y en la palma hay dos chocolatines—. En la cafetera hay café recién hecho.

—Muchas gracias, Horacio. Qué lindo gesto.

Sonríe, y su sonrisa me asombra porque no es tímida. Es totalmente franca, como si lo pusiera contento que a mí me gusten los chocolates y no necesitara más nada. Dice

—No es nada —y se va.

Estoy en casa, a la noche, Pablo no está, porque es jueves, pero están sus rastros: la camisa sucia, las tazas del desayuno sin lavar, la cama desecha. Me baño, tomo una sopa y llamo a Laura. Por supuesto hablamos de hombres.

—No entiendo a Pablo. ¿Por qué no se va a vivir con vos?

—Este departamento es muy chico, no puede traer sus cosas acá, según dice. Como el viejo le prometió un departamento está esperando a ver si puede comprarse algo.

—Le parece muy chico pero está ahí todo el tiempo. ¿Por qué no te ayuda con el alquiler, en vez de comprarse un auto?

—Pero yo no quiero que pague el alquiler.

—¿Por qué?

—No sé... no quiero depender de él.

—Y para no depender lo mantenés vos.

—Qué decís, Lau, yo no lo mantengo. El tiene su casa, su trabajo, tiene más guita que yo, ¿no ves que gasta más? La prueba es el auto, ¿o no?

—Perdonáme que te diga, pero a veces parecés caída del catre. Mucho cálculo numérico pero no sumás dos más dos. ¿Qué tiene que gane más que vos si de esa guita no ves ni un centavo? En cambio él vive seis días a la semana en un departamento que alquilás con tu sueldo y come la comida que comprás con tu sueldo. Ese famoso trabajo que vos admirás tanto, ¿creés que lo habría conseguido si no fuera el hijo de quien es? ¿No ves que está re cómodo como está? Vos le hacés la cama y su vieja le plancha las camisas; no va a mover más el culo, así está bárbaro.

—No es cierto, si no tuviera este trabajo tendría otro igualmente bueno; Pablo es brillante, era el mejor de la promoción...

—¿Sabés la cantidad de veces que me dijiste eso? Vos te quedaste en el 45, vieja, todavía te dura el orgullo de haberte levantado al presidente del centro de estudiantes, pero ahora no están más en la Facu, y la vida es otra cosa. Y jamás pensás que él debería estar igualmente orgulloso de haberse levantado a la mejor mina de la Facultad, tenías a todos los tipos atrás tuyo.

—Lo que tiene de bueno hablar con vos antes de irme a dormir, Lau, es que me das tal caño que no me queda otra que caer frita en la cama.

Pero no es cierto. Doy vueltas en la oscuridad y no puedo dormir. Las palabras de Laura dan tantas vueltas en mi cabeza como yo en la cama. Mentalmente sigo conversando con ella, y cuanto más trato de convencerla de que está equivocada, más frágiles me parecen mis argumentos. ¿Por qué no alquilamos algo juntos, si cuando yo buscaba departamento el año pasado los dos teníamos trabajo? ¿Qué habría hecho Pablo si su viejo no le conseguía ese laburo? Una pregunta lleva a otra, y después otra, y no logro responderme ninguna. Lo peor es que sé, en algún lugar bien adentro mío, que Laura piensa todo esto desde hace mucho. Si ahora me lo pudo decir, si yo se lo pude escuchar, es porque la pantalla donde vengo proyectándome la misma película desde hace siete años empezó a resquebrajarse.

Un mes más tarde la empresa de Pablo lo manda afuera una semana. El día que está por volver quiero irme temprano del laburo, pasar por el supermercado, comprar algo rico para la cena, porque Pablo me dijo que va a ir del aeropuerto directo a casa. Por suerte es un día tranqui, es viernes y ya todo el mundo tiene ánimo de fin de semana. Cuando voy a servirme un café me encuentro con Horacio y nos ponemos a charlar. Es unos años menor que yo, pero es tan tranquilo que parece más grande. Es del interior, se vino a la capital de pendejo, con su hermana, cuando él tenía 17 y ella 19, viven juntos y le mandan guita a sus padres y hermanos que quedaron en la provincia. Tiene los ojos más serenos que vi en mi vida.

Me avisan que hay una llamada de larga distancia para mí. Es Pablo, se le complicó la vuelta, tiene que quedarse una semana más. Me quedo triste y Horacio se da cuenta.

—¿Pasa algo malo? —me pregunta.

—No, nada... nada grave.

—Si no es grave no estés triste, no te lo merecés. Y si puedo hacer algo, contá con mi ayuda.

Esta vez soy yo la que sonríe.

La llamo a Silvina y nos vamos juntas al cine. Le cuento el estado de la situación con Pablo, y lo que me dijo Horacio.

—¡Qué buena onda! —me dice encantada—. Y este Horacio, ¿quién es?

—Labura ahí, en el banco, pero no en el centro de cómputos. Es más chico que yo, pero parece más grande. Y hoy pensé en Pablo, que me lleva un par de años pero no sé, a veces lo miro y parece un pendejo.

—Bueno, pero no es ningún misterio, Pablo siempre tuvo todo servido, nunca tuvo que pelear por nada. A mí siempre me da esa impresión, Pablo, cuando hablo con él, que nos llevamos bien pero no hay forma de que entienda cómo vivo. Es una pena, porque creo que es un gran tipo, pero no tiene mucha idea de lo que es laburar, en serio, para comer. Y si vos me decís que este pibe se vino del interior de pendejo, más bien que creció mucho más que cualquiera de nosotros.

Días después cuando salgo del trabajo me encuentro a Horacio en la parada del colectivo. Me dice que pensaba ir al centro porque quiere comprarle un regalo a su hermana. Va para el lado de casa. Viajamos juntos, charlando, y me pregunta si podría ayudarlo a elegir el regalo. Le digo que sí, miramos algunas vidrieras, y al final le compra una blusa. Terminamos comiendo una pizza por ahí, y después me acompaña a la puerta de mi casa. Cuando se está por despedir se pone terriblemente colorado y tartamudea hasta que finalmente se anima.

—Yo sé que no debería hablar porque vos tenés novio y te podés ofender, pero si no te lo digo hoy me voy a arrepentir toda la vida. Vos me gustás mucho, Gabi, creo que estoy enamorado de vos.

Me quedo tan fría que no sé qué decir. Yo también tartamudeo.

—Uf —suspira él—, qué bueno que me animé y que no te enojaste.

—¿Cómo me voy a enojar, si es lo más dulce que me dijeron en la vida? Pero no sé qué decir, no me agarrás en un buen momento.

—No me digas nada, ya sé que vivís con tu novio, te vas a casar, todo eso. Me basta con que mañana a la mañana nos saludemos como siempre, si preferís olvidar lo que te dije.

—Es que no lo quiero olvidar. Vos sos muy bueno, Horacio, creo que sos el mejor tipo que conozco.

—Entonces te pido un beso y después me voy. Porque hoy es una noche mágica, porque me animé, y mañana todo vuelve a ser como siempre.

¿Por qué no? Me acerco, me abraza, beso su boca, lo abrazo, y el beso que empieza tímido, dulce, dispuesto a ser breve, se alarga, se ensancha, se extiende, se continúa en más besos, caricias, abrazos, ternuras que no tienen fin hasta la mañana siguiente.

Vuelve Pablo esta vez sí el día que dijo pero lo va a buscar el padre y duerme en lo de la vieja. Nos vemos al día siguiente. Me dice que estuvo pensando en mí, cuando estuvo afuera, que me extrañó, que le hice falta, que decidió venirse a vivir conmigo a mi departamento. Casi lo mismo que como veníamos viviendo, ¿no? pero bueno, traería sus cosas, etcétera.

—Ajá —le respondo.

—¿No estás contenta? Me lo propusiste meses atrás, te acordás, en ese momento no me pareció una buena idea, pero bueno, viajando uno tiene tiempo de pensar, y tengo ganas de estar más tiempo con vos.

—Ajá.

—Bueno, podemos seguir hablando en otro momento, si querés.

—Sí.

Que ni en pedo, aulla una voz adentro mío. Pero no me entiendo. Es exactamente lo que deseo desde hace años, vivir con Pablo, que mi casa sea también la suya, que no esté de visita, y ahora, cuando me lo propone, quiero salir huyendo.

Mientras tanto, en el laburo, aparecen en mi escritorio hoy un ramo de flores, después un chocolate, y así. Aparecen con tanta discreción que sólo yo me doy cuenta, no hay ninguna nota, ni una palabra, pero sé que es Horacio. Una tarde no doy más, le hago una seña y cuando salimos nos vamos caminando para el mismo lado. Apenas nos alejamos lo suficiente lo estrujo contra una pared. Nos besamos un rato largo y dice que podemos ir a su casa, que su hermana no vuelve hasta las nueve.

Llego a casa a las diez menos cuarto. Pablo me espera furioso.

—¿Dónde estabas?

—En el laburo, se me complicó una historia justo cuando estaba por salir. Disculpáme, si sabía que estabas acá te avisaba.

—¿Vos me tomás por idiota, no? Te llamé, no estabas en el trabajo.

—No habrá sonado el teléfono, a veces no se escucha.

—Hablé con el de vigilancia, me dijo que se habían ido todos a la hora normal.

Me quedo callada.

—Vos me tomás por idiota —repite—. Te creés que no me di cuenta que estuviste con alguien cuando estuve afuera. Desde que volví estás diferente, te hablé de mudarme acá y todavía no pudiste decirme una palabra. ¿Quién es?

—No digas idioteces.

—Es inútil que lo niegues, Gabi, te conozco demasiado, reconozco tu mirada, sé que estuviste con alguien.

Lo asombroso es que no tengo ninguna gana de negar nada. Lo que siento es que alguien se equivocó de rollo en medio de la proyección y en vez de poner la segunda parte de la de Woody Allen están pasando un melodrama italiano. En la nueva película Pablo asumió rápidamente el papel de marido ofendido y a mí me queda el de esposa infiel. Quisiera rebelarme contra ese papel no por lo que dice sino por lo que calla. Pero no puedo decir nada, Pablo ya no me necesita, puede seguir la comedia él sólo, y así lo escucho decir

—Se terminó, Gabi, no voy a dejar que nadie me trate así. Nunca me humillaron tanto, te propongo vivir juntos, para qué me dejás hablar, para quedar como un boludo. Me voy, me llevo todo lo que tengo acá, y no vas a volver a verme la cara.

Agarra un bolso y camina como una tromba por todo el departamento, se lleva del baño su cepillo de dientes, la afeitadora, saca de los cajones las medias, los calzoncillos, busca sus libros de la biblioteca, y yo lo miro hacer, quieta, desgarrada.

—¿No te parece un poco idiota tirar a la mierda siete años por un polvo con un pelotudo cualquiera? ¿Qué estamos haciendo, Gabi, cómo podemos terminar así? —vacila, sus movimientos son más lentos, parece dudar de irse, y a mí me da pánico. Andáte, grito en silencio, andáte si querés irte, pero hacélo de una vez.

—Lo peor de todo es que no sabés hacer las cosas. Como siempre, hacés todo mal. Porque si querías revolcarte por ahí con alguno que te calienta, ¿te creés que no podés hacer lo que quieras sin que yo me entere? ¿Vos te enteraste alguna vez de mis historias?

—¿Cómo?

—Ah, ¿te ofendés ahora? ¿Qué se siente? No te gusta ser cornuda, ¿no?

—¿Cuándo tuviste una historia?

—¿Una? Tuve varias, ¿qué te importa ahora? Me voy, no me vas a ver nunca más.

—Claro que no te voy a ver nunca más. Sos un hijo de puta, Pablo, sos de una crueldad tan grande que no puedo creer todo lo que sos capaz de hacer. Andáte, andáte ahora mismo, y andáte a la puta que te parió.

Se va y me siento increíblemente aliviada. Por suerte es viernes y tengo el fin de semana por delante. Duermo catorce horas y cuando me despierto la llamo a Laura. Me paso el fin de semana con ella, puteando (y ella putea conmigo), llorando (y ella se impacienta porque lloro por "ese cretino"), durmiendo de a ratos, soñando pesadillas.

El lunes le cuento todo a Horacio. Es tan dulce y simple que me hace súper bien. Me acompaña a casa a la salida del laburo, pero estoy zombi, no me siento bien.

Hacia el fin de la semana me llama Pablo. Dice que necesita hablar conmigo, que es muy importante. Nos encontramos en un café. Sorprendentemente me pide disculpas. Dice que actuó mal, que no debería haberse puesto así. Que al fin y al cabo no es tan importante si cogimos o no con otro. Que lo que importa es que nos amamos, que él me ama, que soy la mujer de su vida, que siempre lo fui y lo seré, que volvamos a intentarlo juntos.

Y yo lo que siento es que estoy mirando una película que tiene mal el audio: se mueven los labios, pero los sonidos que llegan a mí no son los que deberían corresponder a esa imagen. O mejor, estoy mirando una de esas películas polacas, pero se olvidaron los subtítulos. Miro a Pablo, conozco cada uno de los pliegues de su cara, todos sus gestos, sus expresiones, los tonos de voz de que es capaz. Y sin embargo me parece mirarlo como si no lo reconociera. No puede, Pablo, estar diciéndome eso, a mí. En todo caso hay algo que deberíamos haber hecho muchos años atrás, pero como no lo hicimos en su momento, ahora es imposible.

Me resulta extraño estar sin Pablo después de tantos años. Me resulta extraño estar con Horacio. Él se da cuenta.

—Gabi, yo te amo —me dice una noche en casa—. Pero vos estás viviendo una historia muy tuya, y yo no puedo hacer nada. Me parece que estás conmigo porque nos vemos en el trabajo, y no quiero eso. Hoy pedí que me cambien de sucursal, así no nos cruzamos más en los pasillos. Si tenés ganas de verme, llamáme. Yo te amo, pero quiero que tengas aire para darte cuenta si querés estar conmigo o no.

Estoy sola, en casa, mirando por la ventana. Por primera vez en mi vida siento que el proyector se desconectó. Y aunque al comienzo la oscuridad es muy incómoda, a la larga mis ojos se acostumbran, y resulta un alivio vivir sin proyecciones.

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