Memorias

Tengo ganas de ir al cine. Hay un ciclo de Truffaut en la Lugones. Pero es domingo, hay sol: mejor voy en la semana, hoy me voy a pasear. Vero se va en una semana, quiero comprar regalitos para que se lleve a Barcelona. Almuerzo en lo de mis viejos y cuando salgo de su casa voy al Parque Centenario. Está lleno de gente: los que venden en la feria, los que compran en la feria, los que miran sin comprar, los que toman sol, los que juegan en el pasto, los que tocan música, los que escuchan a los que tocan música, los que se sientan en ronda en el pasto a charlar. Visto así, de golpe, en una visión de conjunto, me parece ver un cuadro que conozco de memoria, sólo que años atrás yo formaba parte de él y ahora no. Para colmo los que tocan están cantando "Era en abril". Me digo que no es bueno volver al lugar donde uno iba diez años atrás porque lo único que se siente es que pasaron diez años. Compro los regalos que quería y salgo huyendo.

Pero no es eso. El problema es que yo creía que ciertas acciones (estar, un domingo a la tarde, en el parque Centenario, charlar con los amigos en el pasto, escuchar "Era en abril") habían desaparecido, simplemente porque yo no las hacía mas. Pero así como antes de mí otros las hicieron y dejaron de hacerlas, así como yo las hice y dejé de hacerlas, así vinieron otros que las están haciendo y dejarán de hacerlas. Lo que cambia son las personas, pero las acciones permanecen, fijas, inmutables. Ellas duran en el tiempo, mientras los cuerpos que las están llevando a cabo van cediendo su lugar a los siguientes.

Cuando llego a casa es la hora azul. Escribo algunas cartas para que se lleve Vero y me pongo a limpiar mis potus. Si hay algo que no heredé de mi madre es su habilidad para la jardinería. No tengo suerte con las plantas, pero los potus y yo logramos llegar a un acuerdo, ellos están bárbaro en mi casa, y a mí me gusta que estén. Me gusta mucho su empecinamiento: crecen imparablemente; les corto una punta para hacer una plantita nueva y renacen de la punta que corté. Hoy veo que uno tuvo un hijito, hay un brote nuevo, minúsculo, y no tiene nada que ver con mis injertos. Otro punto de mi trato con ellos que respeto a muerte es regarlos siempre que llueve. Me parece que se dan cuenta de que está lloviendo, lo perciben en el aire, y si no reciben agua se miran extrañados.

Paula viene a casa días más tarde. Tomamos mate y me cuenta de sus clases. Está preparando unas guías para sus alumnos y necesita unos ejemplos, me pregunta si se me ocurre dónde buscar. Me acuerdo de unas historietas buenísimas que salieron años atrás en Superhumor y empezamos a hojear la revista. Pensar que la leía fascinada cuando estaba en la secundaria.

Le pregunto a Paula cómo va todo con Francisco.

—Bien —me dice—. Está en Merlo ahora, fue a hacer el pozo.

Se va Vero y me quedo tristísima. Esta bendita historia de que la mitad de mis amigos se hayan tomado el buque me mata. Carmen y yo lloramos durante dos días. Encima Paula también se quiere ir. No va a cruzar el océano, pero es lo mismo, tampoco me puedo ir a San Luis a cada rato.

¿Qué se puede hacer salvo ver películas? Voy a la Lugones y veo Jules y Jim. La otra vez que la vi fue hace trece o catorce años. Recuerdo casi literalmente ciertas frases: Jules diciendo que el sol y la luna son femeninos y que el amor es neutro, Jim contando que un amigo le recomendó hacerse viajero profesional. Recuerdo la primera salida de Jules y Jim con Catherine, ella vestida de varón. Estoy en el cine, a solas con la película, y de pronto descubro que recordaba el final exactamente al revés. Recordaba a Catherine dirigiendo el auto al agua, matándose y matando a uno de los dos, pero hasta un segundo antes de que Jim subiera al auto estaba absolutamente convencida de que quien moría con Catherine era Jules y el sobreviviente Jim.

La voy a ver a Silvina. Me muestra las nuevas esculturas que está haciendo y me gustan muchísimo. Nos sentamos a tomar mate bajo la higuera. Está de lo más entusiasmada con el flaco que conoció, el fotógrafo. Parece una quinceañera, se le iluminan los ojos cuando habla de él. Me hace acordar a mí misma, años atrás, cuando empecé a salir con Roberto. Qué grande ha sido nuestro amor, y sin embargo ay, mirá lo que quedó.

El domingo hay un almuerzo familiar en lo de mis viejos, también van mis tíos. Hablamos de las elecciones de diputados, falta un mes y pico. Tanto rompernos el coco antes de cada elección pensando a quién votar, para qué, si después no me acuerdo. No puedo recordar a quién voté la vez anterior. ¿Impugné el voto?

Le pido a mis tíos que me cuenten historias de la familia. No aportan mucho, pero Teresa me hace recordar algo.

Teresa me pregunta si yo tengo el relato que escribió mi tío sobre su abuela mi bisabuela. Le digo que yo nunca lo vi. Me hace acordar de un mediodía hace más de doce años, cuando fui con mi primo Esteban a su casa. Ella se acuerda claramente, dice, de mi tío leyendo largas partes de ese relato y después su gesto de darme a mí el manuscrito. Yo me acuerdo de ese día (me acuerdo muchos detalles: que me encontré con Esteban en la placita de Las Heras, que fuimos juntos a la casa de mi tío su padre y era la primera vez que yo entraba a ese depto y así conocí a Teresa, que mi tío cocinó habas, que me sorprendió diciendo que yo era su sobrina preferida) pero no me acuerdo de mi tío leyendo ni dándome el manuscrito, y le digo a Teresa "si yo tuviera eso me acordaría". De pronto algo irrumpe en mi memoria: la imagen de unas hojas amarillentas, escritas a máquina, con tachaduras y correcciones, abrochadas con un gancho, un conjunto de hojas que forman un cuaderno y que es la novela inconclusa de alguien; y me parece recordar que ese objeto está en mi casa. Cuando llego lo busco, y sí, lo tenía yo, y es una novela inconclusa de mi tío. Pero tampoco la memoria de Teresa es absolutamente fiel, porque no habla de mi bisabuela sino de profesores universitarios que desaparecen inexplicablemente. Mi tío dijo, alguna vez, que había pensado en su hermana mi madre cuando lo escribía, y quizá por eso me dio a mí el manuscrito.

Días más tarde vuelvo a casa del laburo y la chica que está parada a mi lado en el colectivo cae desmayada hacia adelante. Debe de tener más o menos catorce años. Le dan el asiento y me quedo a su lado, le hablo, la tranquilizo, decido acompañarla a su casa aunque ella no quiera. No quiere molestar, dice que se siente bien, pero a mí no me importa, por ninguna razón bajaría del colectivo antes que ella, sin ver que llegó bien a su casa. Me dice que sintió un malestar, y después un golpe en la frente, y después alguien gritando ¡chofer, pare! y que seguía sin entender que el problema era ella. Dice que nunca le había pasado. Le digo que no se preocupe, que esas cosas pasan, que le habrá bajado la presión. Y entonces me acuerdo que una vez me desmayé en el subte. Lo mismo: estaba de pie en el vagón, todo empezó a girar (pero era yo la que giraba) y lo próximo que sentí fue un dolor en la nuca y todo el mundo convulsionado a mi alrededor. Una mujer joven me acompañó hasta donde yo iba, y aunque yo me sentía bien no me dejó hasta verme en manos de mi madre. Y recién ahora la entiendo, porque me veo en su lugar y me doy cuenta que reacciono igual que ella, y esta chica a mi lado, que tiene la misma edad que yo tenía cuando me desmayé, reacciona igual que como yo reaccioné entonces.

La llamo a Paula y nos encontramos en un café. Crisis: no van a Merlo. Al principio no lo puedo creer, después me parece muy comprensible. Es como si hubieran estado empujando una roca enorme durante años: lo único que hicieron fue apretar los dientes, cerrar los ojos, poner el hombro y hacer fuerza. Y cuando finalmente logran mover esa piedra lo primero que ocurre es que el impulso que llevan los hace trastabillar y caer. Es natural que eso pase, y que ahí, en el piso, atontados por la caída, miren la roca y les parezca enorme. Lo que hay que hacer es ponerse de pie, lentamente, sacudirse el polvo de la ropa, tomar aliento y volver a contemplar la roca, para poder ver que tiene exactamente la misma estatura que nosotros.

Le digo que se vayan de vacaciones, juntos, a ver qué les pasa. Colonia es hermosa y está tan cerca.

Me llama Silvina, la pateó el fotógrafo. Voy a verla. Está tristísima, cuando me cuenta la despedida de Alejandro se le llenan los ojos de lágrimas. Pero está más entera que nunca. Me muestra entusiasmada las esculturas que está haciendo y son todavía mejores que lo último que vi. Nos ponemos a hablar de cuadros y libros y cuando me voy me la imagino bajo la higuera, llorando, y sé que está triste, pero sé que sabe que va a pasar, que va a volver a ser feliz, y dentro de poco.

Salgo de lo de Silvina y unas cuadras más allá me tropiezo con Roberto. Hace tanto que no nos vemos que nos quedamos charlando unos veinte minutos. Siento, cuando lo veo, un cariño tan enorme, que me parece que llegué a mi límite en el camino del desamor: más allá nunca voy a poder ir. Cuando llego a casa me sorprende una gota que cae sobre mi hombro. ¿Llueve? Es mi potus. Una tira de corazones verdes. Esta mañana lo regué demasiado, el agua se condensó, y ahora de cada una de sus hojas con forma de corazón asoma una lágrima.

Espero el colectivo un domingo a la tarde en Thames y Cabrera y no pasa nada ni nadie, sólo el tiempo. Me cuesta reconocer qué se recorta contra el fondo verde: un carro a caballo. Es un mateo. Pasa a mi lado, él también solo, sin pasajero, y una chica muy joven, al fondo de la cuadra, con una melena inmensa y un bebé en brazos, se lo señala y ambos se quedan mirando un rato. La madre estira el brazo (¿y por qué supongo que el bebé es suyo?), mueve una mano en el gesto de chau, se da media vuelta y sigue caminando en sentido opuesto al del mateo; opuesto, también, al mío. El bebé, por sobre su hombro, mira todavía un poco más, y estira el brazo.

¿Por qué los adultos enseñan a los niños a decir chau a todo lo que se les cruza por el camino? Yo también lo hago con mi sobrino. Instinto, probablemente: así vamos aprendiendo que todo lo que se nos acerca está de paso, de todo nos podemos desprender.

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