Lugares

Tengo los huevos llenos. Y eso es raro, porque a mí, por lo general, nunca se me llenan.

Francisco me despierta con un mate. Abrió los ojos antes que yo, subió a la terraza, bajó los tachos donde juntó la lluvia de anoche y regó con agua de lluvia todas las plantas de adentro. No lo vi, pero que antes de poner la pava para el mate regó todas las plantas.

Me estiro en la cama. Tengo los músculos acalambrados. Francisco trajina por la casa, lleva la pava y el mate a la sala, hojea el diario, silba. Me trae el segundo mate. Todavía tengo los ojos entrecerrados y se ríe de mis lagañas. Vuelve a la sala, ya no lo veo pero sé que está buscando una birome para hacer la claringrilla.

Es domingo, estamos en Buenos Aires y llovió toda la noche. En Merlo nunca llueve. Puede llover los 800 kilómetros de viaje pero cuando dejamos atrás la sierra los nubarrones se inmovilizan y dejan de tirarnos gotas. En Merlo no hay lluvia, ni agua corriente, ni luz eléctrica, y todavía no terminamos el techo.

Es domingo y estoy en Buenos Aires. Mañana le doy clase a los de segundo. Tengo que entregarles las pruebas y me falta corregir la mitad. Francisco debe de haber ido a la panadería, hace rato que no lo escucho, aunque tampoco escuché la puerta ni las llaves. Me levanto, me visto, enciendo la estufa. En la mesa de la sala están la pava, el mate y el Clarín abierto en la página del crucigrama. Corro todo a un costado para dejar espacio. Francisco resolvió que tiene pecíolos y salvaje de las Antillas que era tenido por antropófago pero se trabó en costumbre inveterada. Lo veo entrar con una bolsa de bizcochitos en la mano y silbando me da los buenos días.

—La respuesta es rutina —le digo, y caliento de nuevo el agua del mate.

El techo, en realidad, está casi listo. Falta sólo una semana de trabajo. Pero necesitamos que haga menos frío y convencer a Juan para que nos lleve en su camioneta, así nos ayuda también con la instalación eléctrica. Después sólo falta el pozo. Podríamos terminar este verano y mudarnos antes de marzo, así empiezo el año lectivo en la escuela de Merlo. ¿Podríamos? Cuando terminamos el mate y los bizcochos son cerca de las tres. Llama mi viejo. Que a ver si hablo con mi hermano. Que se está matando, que no puede seguir así. Que a él no lo escucha, que a ver si hago algo. Sí, pa. Clac. Mami ¿por qué te moriste tan inoportunamente?

Pasa el domingo mientras corrijo pruebas y Francisco escucha música y hace planes sobre el almácigo. Hace seis años que escucho planes sobre el almácigo. En estos seis años Francisco leyó meticulosamente libros de jardinería, se recibió de geógrafo, dibujó varias veces el plano del terreno, pensó qué plantar primero y dónde, siguió trabajando en la Biblioteca del Instituto, se reunió sábado por medio a tocar música con sus amigos. Y yo, ¿qué hice? Me recibí de profesora y después de licenciada. Entré a dar clase en el colegio. Descubrí que me gusta mucho más de lo que había soñado: pasados los terrores iniciales, disfruto enormemente las caras de catorce años preguntándome indignados por qué esos dos se van dejando atrás la casa tomada. No empecé nunca el curso de cerámica. ¿Para qué, si cada marzo estábamos a punto de mudarnos? Me compré libros en las mesas de ofertas. Fuimos al cine los días baratos. Nos fuimos a Merlo todos los veranos. Cada centavo ahorrado fue a parar a la casa, que creció a paso de tortuga reumática.

A la noche Francisco cocina unas pizzas, miramos una película en la tele, lavo los platos y nos metemos en la cama. La luz está apagada. Francisco estira un brazo y me acaricia los hombros, el cuello y los pechos. Yo no me muevo. ¿Por qué se pone cariñoso justo cuando estoy enculada?

—Paula. ¿No me vas a decir qué te pasa?

¿Por qué me pregunta qué me pasa justo cuando no tengo forma de explicarlo con palabras? Lo único que me sale es gruñir y lloriquear, y es a lo que me dedico inmediatamente.

—No sé, Franchu, no me entiendo. Ya sé todo lo que pasa con la casa, pero estoy podrida de vivir a mitad de camino entre Merlo y Buenos Aires. Quisiera que ya estemos mudados o que Merlo no exista.

—Pero, Pau, te das cuenta que ahora no podemos hacer nada, no?

—Sí que lo sé. Pero a veces me siento tan cansada.

Francisco me abraza y me acaricia, y ahora yo también lo abrazo y me refugio en su hombro.

—Yo también estoy cansado, amor. Está llevando más tiempo del que pensamos. Pero ya vas a ver, este verano terminamos todo, estoy seguro. Yo creo que en febrero nos podemos mudar.

Como siempre que Francisco me consuela me tranquilizo mágicamente. No me importa saber que no es del todo así, que ya otras veces lo dijo y no pasó: si él lo dice, se lo creo, sobre todo porque quiero creer. Nos besamos y acariciamos y nos hacemos el amor despacio y dulcemente.

Empieza la semana. Las horas se suceden infinitamente. Me siento un gotero que deja deslizar plic una gota, ploc otra gota, splash ya hay un charco, plaf me hundí, tengo treinta. TENGO TREINTA. Mis alumnos tienen trece, catorce, y me dicen señora. Si les digo que de chica la televisión era en blanco y negro me miran con ojos espantados, como si estuvieran delante de un brontosaurio.

Llamo a mi hermano y paso por su casa. Me recibe llorando y lo único que puede hacer durante las primeras dos horas es putear a papá. Después se calma un poco y parece que algo me escucha, aunque dudo. Tiene la heladera vacía y los ceniceros llenos. La expresión manojo de nervios, que alguna vez me pareció elocuente, delante de mi hermano me resulta insoportablemente tibia.

Lo mejor de la semana es que el miércoles (día barato) vamos al cine y el viernes, que termino más temprano, me encuentro con Claudia. Pasa a buscarme a la salida del colegio y vamos a un café. Charlamos un par de horas y me siento mejor. Me cuenta tantas historias que me siento otra vez en el cine. Me pregunta por San Luis y le cuento que falta muy poco, que en el verano nos mudamos.

—¿Entonces se van nomás? En todos estos años nunca quise pensar que vos también te ibas a ir. ¿Estás decidida? ¿Pensás que te vas a adaptar?

No sé si me voy a adaptar. Es lo que siempre me pregunto. No me importa que no haya cines, ni bares, ni librerías, pero ¿cómo voy a sobrevivir sin estas charlas con mis amigas? Creo que me muero.

No sé si me voy a adaptar. Pero quiero probar ahora, que tengo treinta y si me va mal todavía soy joven, y no a los cuarenta. Por eso me desespero.

Claudia asiente. Alaba nuevamente nuestra originalidad: todos sus amigos se fueron al extranjero, nosotros somos los únicos que nos queremos ir al interior. Dice que no me preocupe, que nos vamos a escribir, y que tiene lista la bolsa de dormir para ir a visitarnos.

Llega septiembre y trae un calorcito. Juan y Francisco van a Merlo. Todo se complica: la ida, la vuelta, estar allá, transar con el albañil, pero finalmente terminan el techo, hacen la luz y se vuelven. Mi viejo afuera por un trabajo, mi hermano se tranquiliza momentáneamente. Mis alumnos preocupados por el fin del trimestre, cuando ven que no les fue tan mal dicen que me van a extrañar. Hay un ciclo de Pasolini en el San Martín, me pierdo todas menos dos. Francisco duda: ¿parras? Pero si las agarra la helada, sonamos. Dice que Don Pedro le contó que para hacer un pacto con el diablo hay que buscarlo a medianoche, cuando florecen las higueras. El problema es que las higueras no tienen flor.

En las vacaciones de verano Francisco vuelve a Merlo. Yo me quedo. Estoy agotada. Hace seis veranos que vamos a Merlo, éste sería el séptimo. La casa está casi lista, falta el agua corriente y a eso fue Franchu: a hacer el pozo. Le pidió plata a la vieja porque sale un huevo.

Aprovecho las vacaciones para leer, tomar sol, hablar con mis amigas, limpiar la casa. Llama Franchu, dice que todo va bien. Llama una semana después: algo se complicó —tenía que ser—, la napa de agua no era tan superficial como se pensaba, el pozo tiene que ser más profundo. Después todo está bien de nuevo, hay agua en la casa. Llevó más tiempo, por supuesto, y costó más de lo planeado, pero ¿quién puede sorprenderse?

Y entonces, el cataclismo. Llama Francisco. No alcanza. El agua no alcanza para regar. No podemos hacer nada. No doy más. Vendamos me dice.

¿Cómo?

Vendamos.

Si lo hubiera dicho yo no lo habría creído. Pero lo dijo él. El, que en todos estos años jamás se desanimó, que a cada pregunta sobre cuándo nos mudábamos sólo respondía falta menos.

Vuelve a Buenos Aires un poco mejor. El pozo está terminado y funciona bien. Pero algo pasó. La casa está lista pero no festejamos. Tenemos agua, luz, techo, es verano: lo único que falta es tomar la decisión, contratar un flete, llenarlo con nuestras cosas e irnos para allá. Pero no lo hacemos. No hablamos. Ni siquiera nos miramos.

Después de una tarde bochornosa salimos un sábado a la noche. Los nubarrones que amagaban pasar de largo se asientan y descargan su violencia. Llueve a baldazos. La temperatura baja diez grados en media hora. Me empapo hasta los huesos y empiezo a estornudar. Al otro día tengo fiebre y no baja en una semana. Francisco me trae té, aspirinas, vino caliente con leche y no dice nada. Cuando vuelvo de la muerte me siento en la cama y lo llamo. Francisco le digo. ¿Qué vamos a hacer?

Durante los cinco días siguientes Francisco y yo no salimos de casa, salvo alguna expedición en busca de comida. Hablamos, aunque a veces no lo parece: todas las palabras pronunciadas suenan repetidas. Nos miramos quizá por primera vez en mucho tiempo. Hacemos el amor, a veces muy mal, a veces mejor que nunca. Los ojos de Francisco a punto de estallar. La boca de Francisco se abre, deja caer No sé si quiero vivir en Merlo. No me veo plantando rabanitos hasta ser viejo.

Está bien le digo. Dejemos Merlo. Pero vayámonos a otro lado. Ya. Tomemos un tren a Mendoza, a Bariloche, a cualquier lado. No puedo seguir acá.

No sé qué quiero. No sé si me quiero ir de acá.

Llama Claudia y nos encontramos en un café. Le cuento toda la historia y no lo puede creer. Dice que es muy entendible que después de tanto esfuerzo cuando estamos a punto de concretar el proyecto nos dé cagazo. Me pregunta ¿tienen en claro, por lo menos, que no quieren vivir en Buenos Aires?

No lo sé. Si me fuera ahora a algún lado preferiría irme al medio del campo, le digo, y no a un pueblo como Merlo, que ya vi la clase de infierno que puede ser.

Claudia me aconseja irnos de viaje, aunque sea una semana. Hace seis años que no tienen vacaciones me dice, váyanse a otro lado, no a Merlo: vayan a Colonia, disfruten el sol, la playa, y no traten de resolver nada. Ya se van a dar cuenta de qué quieren hacer.

Amanece y subimos al ferri.

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