Artes

Tengo la sensación de una forma. Es algo poderoso, tangible, siento que podría dibujarla en el aire con las manos, pero me falta algo, no logro concretarla. Muchas esculturas asoman así. De todas esas sensaciones muy pocas llegan a corporizarse. A veces, en cambio, veo la figura completa antes de empezar a modelar. Hoy hace horas que estoy con esta sensación; mis manos comienzan, una y otra vez, gestos en el aire, pero se quedan a mitad de camino. Para colmo, se tapó el mate.

Dejo la arcilla quieta por un rato y me pongo a destapar la bombilla. Quizá no me sale nada por este calor de mierda. Podría llover de una buena vez. Suena el teléfono, es Carmen.

—¿Silvina? ¿Leíste La Maga? Abrieron una Bienal alternativa, parece que todo va a ser con mejor onda, ¿no querés presentarte? Fui a buscar las bases, hay tiempo hasta fin de mes. Dale, no seas tonta.

—¿Y por qué pensás que va a ser mejor?

—Qué sé yo, por pensar algo bueno. Dale, tus cosas son buenísimas, hacé algo.

—...es que... tengo que hacer las fotos. Siempre estoy con eso, todavía no hice el catálogo. No tengo la más puta idea de a quién llamar.

—Ya sabía que ibas a decir eso y te averigüé el teléfono de un fotógrafo. Se llama Alejandro, anotá el número y lo llamás hoy.

—Me cagaste. Me parece que si no me presento no me saludás nunca más.

—Algo así. Anotá.

—¿Y quién es este tipo? Mirá que no puede ser cualquier nabo, tiene que tener alguna experiencia en sacar fotos de esculturas.

—Pero sí, mujer. ¿Sabés quién es? Un flaco morocho, de bigotes y anteojos, que estaba en la fiesta de Pato el otro día. ¿Lo ubicás? Creo que es amigo de Sandra de la primaria, es el que le hizo a ella todas sus fotos.

—¿Uno que estaba vestido de negro y se fue temprano?

—No estaba de negro, era verde inglés, te pareció porque estaba muy oscuro. Y no se fue temprano, se quedó bastante. No importa, llamálo igual.

¿No era el de negro? No recuerdo a nadie vestido de verde inglés. Ni siquiera puedo recordar cómo es el verde inglés. Carmen me enloquece con sus matices de colores. Ojalá sea el que yo recuerdo, era bastante lindo. Pero mejor lo llamo a la noche. Ahora sigo destapando la bombilla.

A la noche no me contesta nadie. Me atiende un contestador, pero me resulta demasiado trabajoso explicarle al aparato quién soy y qué quiero, y no dejo nada dicho. Recién lo ubico al día siguiente, al mediodía. Le digo quién soy y que necesito unas fotos de mis esculturas. Tiene una voz muy agradable, y por alguna razón misteriosa yo, que habitualmente soy muy tímida, me siento de lo más cómoda hablando con él. Me dice que no sabe si va a poder hacer las fotos porque le está por salir un trabajo que implicaría irse de viaje, pero me propone pasar por mi taller así ve las esculturas, se hace una idea de cómo sería el trabajo, y cualquier cosa si al final él no puede me deja el teléfono de un amigo suyo. Le doy mi dirección y quedamos en vernos un par de días más tarde.

A la noche llueve a raudales. Por supuesto, la lluvia empezó sin darme tiempo a descolgar la ropa recién lavada y me mojo toda para sacarla. Siempre que lavo mucha ropa llueve, debe de ser un caso más de la ley de Murphy. Mucho después de que dejó de llover sigo escuchando las gotas deslizarse por la higuera.

Con la lluvia refresca un poco pero no mucho. Pienso en mis alumnos, tostándose al sol vuelta y vuelta, y yo acá, como una marmota, con el patio embarrado y la escultura sin hacer. Suena el timbre. Segundos antes de abrir la puerta deseo secretamente que Alejandro sea el flaco de la fiesta que yo recuerdo. Y es. Voy a tener que pedirle a Carmen que me muestre a qué llama verde inglés. El también me recuerda aunque en la fiesta no nos dijimos ni dos palabras. Todo lo que hablamos fue cuando me sirvió vino y yo le dije Gracias.

Le sirvo un café, le pregunto qué hace, y me dice que me trajo una muestra de sus fotos porque se imaginaba que me gustaría saber qué tal haría el trabajo. Son de las cosas de Sandra, y como las conozco, me doy cuenta de que sus fotos son buenísimas. Supo realzar las esculturas, están muy bien iluminadas. Hay otras: retratos, gente en la calle, paisajes en blanco y negro, y me parecen todas muy buenas. Le muestro mis esculturas, que están un poco amontonadas porque son grandes. Me pregunta si elegí cuáles quiero presentar y se las señalo. Dice que sería mejor llevarlas a su estudio, así tiene más espacio y las luces que necesita. Dice, también, que le parecen muy buenas.

Nos quedamos charlando de fotos y cuadros, también de dónde conocemos a Sandra, y cómo caímos los dos en la fiesta de Pato; le pregunto por el trabajo que le está por salir y me dice que si no lo llamaron hasta ahora debe de ser porque ya no sale, que lleve mis esculturas a su estudio este sábado, así saca las fotos. Me pregunta por mi casa, le digo que le alquilo a un amigo. Lo que tiene de bueno es que tengo bastante espacio para vivir y para usarlo de taller. Y para colgar la ropa bajo la higuera, así se me moja con la lluvia. Me pregunta cómo vivo y le cuento que tengo algunos alumnos de escultura, pero sobre todo tengo alumnos de inglés. Fui desde chica a una escuela bilingüe y por suerte aprendí en serio. Incluso leo, de vez en cuando, novelas en inglés. El labura de fotógrafo, le encargan fotos periodísticas con bastante frecuencia. De pronto mira el reloj y me dice que ya está llegando tarde a otro lado, que tiene que irse. Le creo, porque la sensación que tengo es que podríamos quedarnos hablando hasta el fin de la eternidad sin que nos falten nunca temas. Lamento no haberle ofecido mate en vez de café, y no haber terminado la yerba. Me da la dirección de su estudio y le digo que el sábado llevo todo. Ahora tengo que pensar cómo trasladar mis mamotretos.

Por suerte el amigo que me alquila cuenta con una camioneta entre sus propiedades y el sábado está libre. Pero el viernes a la noche me llama Alejandro. Me pide mil disculpas, me dice que le acaban de avisar que le salió el trabajo del viaje, que va a estar afuera por lo menos 15 días. Me da el teléfono de un amigo, dice que es buen fotógrafo, que ya le habló de mí y va a poder hacer el laburo, que por favor lo perdone, y que a la vuelta me llama a ver cómo salió todo. Le digo que no se preocupe, que está todo bien. Pero me embola tener que hablar con otra persona y tener que molestar otra vez a mi amigo potentado, y me quedo un poco triste porque tenía ganas de verlo de nuevo a Alejandro. Por suerte su amigo es muy expeditivo, se las arregla para sacar las fotos sin tener que trasladar las esculturas, las termina en tiempo record, me cobra muy barato, y encima las fotos quedaron bien. Armo la carpeta y la presento el último día a las 6 menos cinco. Con toda esta historia abandoné la idea que me revolotea en la cabeza desde hace tiempo. Yo la abandoné pero ella no deja de revolotear, aletea contra los huesos de mi cráneo, una y otra vez, rebota, y cae.

Días después me llama Alejandro. Me pregunta si llamé a su amigo, le cuento toda la historia y se alegra de que salió todo bien. Le pregunto por su viaje, dice que tuvo algunos problemas pero nada grave. Dice que me quiere invitar a tomar una cerveza "para resarcirse" de haberme fallado con el laburo. Quedamos en que me pasa a buscar por casa el domingo a la tarde, para ir después a algún bar de la placita de Serrano, que queda cerca.

El domingo llega en punto, charlamos en casa diez minutos y nos vamos caminando. Hace bastante calor, pero a esa hora y al aire libre se está bien. Cuando llegamos a Serrano “El Taller” está lleno, nos sentamos en un bar que está enfrente de la plaza, justo donde dobla el 55, en una mesa en la vereda junto a un árbol. En la mesa de al lado hay un matrimonio joven con una nena rubia que debe de tener dos años, más o menos. La nena nos mira y nos encuentra más interesantes que sus padres, quizá porque yo le sonrío y le pregunto cómo está. Ella acerca una silla y se sienta a la mesa con nosotros. La madre la llama y me entero de que se llama Julieta.

Alejandro pide dos cervezas y nos traen un plato lleno de maníes con cáscara. Horas más tarde vaciamos varios chops, descascaramos setecientos kilos de maníes, fuimos un par de veces al baño, y no paramos de hablar ni un minuto. Le pregunto si tiene hambre y lo invito a comer a casa. En el camino compramos un vino.

Cuando llegamos cocino unos fideos, tomamos el vino, y seguimos charlando de toda la vida. Cada vez que uno cuenta algo el otro parece haber vivido lo mismo. Cuando nos besamos, me estremezco. Me parece hermosa su piel, sus manos, sus ojos, me gusta cómo me acaricia, quisiera quedarme años lamiendo su cuerpo. Hacemos el amor toda la noche, y entre vez y vez seguimos contándonos cosas. No dormimos. Cuando a la mañana siguiente lo acompaño a la parada vamos caminando de la mano.

Me llama días más tarde y me invita a cenar a su casa. Me muestra las fotos que sacó en el viaje, cocina unos ñoquis que le salen bárbaros (a mí siempre me quedan pegoteados) y enseguida nos vamos a la cama. Es mucho más lindo hablar después de hacer el amor: acariciarnos, desnudos, en la cama, charlar despacio de boludeces, detalles, recuerdos lejanos, contarnos las pecas y los lunares, memorizar las cicatrices que nos encontramos, refregarnos como gatos. Le cuento de la escultura que no me sale. Me pregunta cuándo voy a saber si me aceptaron en la Bienal, pero todavía falta. Le pregunto si alguna vez expuso sus fotografías, dice que no, pero que tiene ganas. Y así. Esta vez dormimos un par de horas.

Aprovecho las vacaciones de mis alumnos y me enfrasco en la escultura. Si fuera una palabra diría que la tengo en la punta de la lengua. No es una palabra: es una forma, está atrapada en mis yemas, y no logro que salga de ahí. Hago varios esbozos pero a todos les falta algo. Están mal planteados, no encuentro el camino para llegar a lo que quiero.

Llamo a Alejandro una semana después de nuestro último encuentro. Me dice que estuvo ocupadísimo porque le ofrecieron hacer una exposición. Me invita a su casa, y cuando llego está eligiendo fotos y enmarcando algunas. Me sirve una ginebra y me acaricia. El pelo, el cuello, los hombros, los ojos, la cintura, los codos, las uñas, la panza, las tetas, el pubis, las nalgas, las piernas, los pies, las orejas, y me besa. Hacemos el amor sobre la alfombra.

Hablamos una semana más tarde. Lo invito a casa, viene, pero está en babia. Le pregunto qué le pasa y sólo me dice que está muy cansado. Cenamos, hacemos el amor, hablamos dos boludeces, y se va. Me quedo tan shockeada que no reacciono.

Días después me llama y me cita en un café. Cuando llego él ya está tomando un cortado, fumando, los ojos de piedra. Dice un par de boludeces al estilo de tiempo loco, no? y me dice que quiere "cortar nuestro rollito". Que está todo bien conmigo, pero que tiene muchas cosas en la cabeza y necesita estar solo. Le digo que está todo bien. Que siempre me tomé la historia como que nos veíamos cuando teníamos ganas, y que si él no tiene más ganas, está todo bien. Me dice que por lo general cuando él corta una historia la corta para siempre, pero que conmigo no le pasa sí, que le gustaría volver a verme, y me pide que vaya a la inauguración de su exposición. Agradezco para mis adentros que las lágrimas que me están taladrando los ojos se queden ahí y no asomen todavía y le digo que voy a ir. Le digo que a mí también me gustaría seguir viéndolo, pero que yo no lo voy a llamar. Que me llame él cuando quiera. Y me voy.

Cuando llego a casa pongo la música fuerte para poder escucharla bajo la higuera. Está anocheciendo y lloro en silencio. Las ramas están dobladas porque llovió toda la noche, las hojas todavía gotean. Me pregunto qué le habrá pasado a Alejandro y no puedo responderme. Me pregunto qué me pasa a mí y tampoco encuentro una respuesta. Lágrimas caen por mis mejillas y gotas por las ramas de la higuera. Me acuerdo de un profesor de escultura que me decía que no mire el cuerpo que trataba de reproducir sino los huecos que ese cuerpo dibujaba. Los huecos, decía él, también tienen volumen. Formo un cuenco con mis manos, las lleno de barro y juego un rato. De pronto me doy cuenta de que acabo de encontrar lo que vengo buscando desde hace un mes. Me levanto, enciendo la luz del taller y me pongo trabajar. Cuando me acuesto son más de las 5 y sobre mi mesa hay tres esbozos bien planteados.

Se acerca el fin del verano y entran a caer mis alumnos. Me queda menos tiempo libre pero lo aprovecho mejor porque ya encontré la punta del ovillo. Llega el día de la exposición de Alejandro y paso un rato a saludarlo. Me abraza dulcemente, cuando llego y cuando me voy, pero casi ni hablo con él. Pasan varios días en que me muero de ganas de que me llame. Pienso que lo que deseamos nunca se produce cuando lo estamos esperando, y cuando dejamos de esperarlo generalmente tampoco.

Días antes del comienzo del otoño recibo una carta de los organizadores de la Bienal. No sólo aceptan exponer mis esculturas sino que me premiaron una. Estoy tan eufórica que llamo a todo el mundo: a Carmen, a Claudia, a Sandra, a mis viejos, a mis amigos, a mis tíos; llamo, también, a Alejandro, y le dejo un mensaje. Me llama un par de días más tarde para felicitarme. Me dice que está con quilombos de laburo, pero que me llama en la semana para vernos. Pasa esa semana, y otra, y otra. Pasan los primeros fríos otoñales y vuelve el calor, parece casi el verano. Un atardecer me tomo el 55 y cuando dobla en la placita de Serrano nos veo. Estamos en la misma mesa junto al mismo árbol y somos nosotros, no hay duda: somos iguales, estamos en las mismas posiciones, hasta tenemos la misma ropa que aquella noche, y conversamos animadamente. Me acuerdo de todos los que se vieron a sí mismos, de Angel Cicatriz me acuerdo y de Stephen Dedalus and the man in the macintosh. Alguien debe de estar dibujando mi recorrido con una hilera de luces titilante sobre una pantalla. Si es así, esa persona está tan comprometida con la historia que no quiere cerrarla: quiere darnos la oportunidad de reescribirla, pero no me la está dando a mí, sino a una imagen.

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